Aullidos del fin del mundo

jueves, 28 de marzo de 2019

Ausencia de magia

- Este juego es una tontería.
- Es que no estamos jugando, estamos ordenando la estantería.
- Sigue sin parecerme divertido - exclamó poniéndose de morros y sujetando uno de los libros en su propia cabeza haciendo equilibrismos con él.
- Es nuestro trabajo, querido, debemos mantener al caos fuera de esta sala, y el caos comienza exactamente donde estás tú - le arrancó el libro al pequeño silfo que había empleado a modo de sombrero, y batiendo las alas, lo colocó en la estantería adecuada bajo la etiqueta de "Hierbas medicinales".
- Eres muy aburrida, abuela.
- Y tú demasiado hiperactivo, jovencito - se ajustó las gafas y con una mirada severa hizo que el muchacho retomase el trabajo a regañadientes.

- Veo que sigues con la mismo mano dura de siempre, Vella.
Un silfo de mediana edad asomó por la puerta. 
- Oh, buenos días, Diago - el hada seguía impasible en su misión de clasificar los volúmenes errados-. Hay que enseñarles desde bien pequeños que la vida requiere de sacrificios, o cuando crezcan no sabrán valerse por sí solos. 
Diago le envió una sonrisa compasiva al joven silfo.
- No te quito razón, pero como todo niño, Milo también debe aprender a jugar y a divertirse, o cuando crezca se convertirá en alguien gris y aburrido que se pasa las horas leyendo los mismos libros una y otra vez. 
Milo se empezó a reír mientras su abuela enrojecía como un tomate. 
- Será posible... cuando llegues a mi edad y hayas visto lo que yo he visto, créeme que preferirás sumergirte en viejos libros antes que en la propia realidad. 
- Todos hemos visto cosas malas que querríamos olvidar, pero no siempre podemos hacer como que no existen.
La conversación había derivada a un tono más oscuro de lo que Diago había pretendido. 
- Vamos, Milo, ves con el jefe, que yo aún tengo mucho que hacer y tú solo me retrasas. 
El silfo se encogió de hombros y en un rápido descenso se plantó al lado de Diago, el cual pese a su pequeño tamaño le sacaba un par de cabezas. 
- Oye, no quería decir...
- Vamos, ¿es que no me habéis oído? Fuera, venga, venga.
Los dos decidieron no molestar más y se encaminaron hacia el vestíbulo.

- Oye Diago, ¿puedo hacerte una pregunta?
- ¿No la acabas de hacer?
- ¡Me refiero a otra!
No pudo evitar sonreír al ver su inocencia. 
- Sí, por supuesto, soy todo oídos. 
- ¿Crees que mi abuela me odia?
- Claro que no te odia, bobo. Ella solo quiere lo mejor para ti, y aunque creas que no te lo demuestra lo hace en dosis muy pequeñas.
- Deben de ser muy pequeñas porque yo no las veo.
- Es por eso que tienes que crecer y hacerte fuerte para ver esas cosas que parecen invisibles a simple vista. 
- ¡Hala! ¿Hay cosas que no puedo ver pero están ahí?
- Por supuesto, hay más de las que podrías imaginarte. Están ahí esperando a ser descubiertas.
- ¡Cuando sea mayor seré explorador de cosas invisibles!
- Parece un oficio hecho a tu medida.
Milo levantó la cabeza victorioso y formó dos óculos con sus dedos haciendo ver que llevaba unas gafas que podían ver más allá de la realidad. 
- Me gusta como te quedan, pero deberías guardarlas a buen recaudo o algún explorador más experto podría quitártelas. -Con un gesto ágil, empezó a hacerle cosquillas y se adueñó de sus lentes incorpóreas. 
Cuando el pequeño se recuperó le entró la curiosidad. 
- ¿Qué ves?
- ¡Al enorme monstruo que tienes detrás!
- ¿Cómo, hay un humano detrás de mí? - Milo se asustó e intentó protegerse cubriendo su cabeza con las manos.
- Tranquilo, era solo una broma. Lo único que hay ahí es una escalera, mira.
Le acarició la cabeza y le ayudó a voltearse para que se sintiese seguro. 
- Pero eso que acabas de decir... ¿les tienes miedo a los humanos?
- Mi abuela siempre me está contando historias sobre como esos seres se llevan a los niños si no son buenos.
- No tienes porque creerte todo lo que dice un libro, Milo. Hay verdades que no se recogen en tinta y papel. 
- ¿Entonces no existen?
Diago dudó un momento. No sabía si era el momento adecuado para contarle más de lo necesario. De todas formas, no creía que nunca fuera a encontrarse con uno de ellos. 
- Son de verdad, como tú y como yo. Lo que pasa es que son muy diferentes a nosotros. Ellos no viven tanto tiempo, así que necesitan -vaciló antes de seguir- explorar el mundo para encontrar todas esas cosas invisibles de las que te he hablado hace un momento. 
- ¿Es por eso que nosotros tenemos prohibido cruzar el bosque e ir más allá?
- Exacto. Aquí tenemos todo lo que necesitamos. No tienes que preocuparte por nada. 
- Pero tú ya eres mayor y tampoco has salido de los límites. ¿No te gustaría conocer a los humanos?
- Hay mundos que no deben colapsar.
- ¿Colaqué?
- Imagínate a un pájaro y un pez. Los dos son animales, conviven en el mismo mundo, pero cada uno vive a su manera. Si el pez se quedara fuera del agua no sobreviviría. 
- Pero podrían ayudarse, como lo hace la chica del cuadro.
A Diago le recorrió un escalofrío; sabía de que cuadro le estaba hablando. Por todo el castillo había retazos de dibujos de la misma cara, la de una mujer joven que parecía haber convivido con los de su especie.
- Esa chica es de un tiempo pasado, el mundo es demasiado grande y hay muchos tipos de personas diferentes, algunas muy malas que sería mejor mantenerlas lejos de aquí. 
- Quieres decir que si salimos fuera corremos peligro, ¿verdad?
- Algo así, pero no le des demasiadas vueltas, a penas has recorrido el bosque como para querer ir más allá. Además, es la hora de tu clase de vuelo, ¿no te parece más emocionante?
Milo sacudió sus alas, unas brillantes ramificaciones que le cubrían la espalda y que crecerían hasta doblarle la altura. 
- ¡Sí! He practicado un montón, ya verás.
- Pues venga, adelántate, que yo te alcanzo enseguida. 
El joven silfo cogió carrerilla y se perdió por el infinito pasillo que conducía a los jardines. 
Diago se quedó pensativo unos segundos hasta que reparó en uno de los cuadros que colgaban en la pared, el cual sentía que le penetraba fijamente. Había dibujado el rostro de una mujer de rasgos finos y cabello ondulado, una mujer humana. Se encontraba fuera del mismo castillo en el que residían las hadas y los silfos, y junto a ella había un caballo blanco que agachaba la cabeza para acariciar a la joven con su morro. Los ojos de ella, de un verde inmaculado, parecían abstraídos por un tiempo que ya no volvería. Su sonrisa, una diminuta fisura bajo su redonda nariz, siempre hacía enojar a Diago. 

- ¿No tengo derecho a estar triste, Iliana? ¿No tengo ese derecho después de haberte fugado y abandonado el reino por tu egoísmo? Aún me sigues sonriendo, pero eso ya no surge ningún efecto en mí. Puede que los demás sigan esperándote, pero a diferencia de ti, yo tengo claro cual es mi mundo, y debe seguir sin ti. 

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