Aullidos del fin del mundo

viernes, 15 de marzo de 2019

Ausencia de coraje y fantasía

Suelo tener buenas intenciones antes de apuñalarme por detrás. 

Los castillos de naipes no duran para siempre. Una pequeña corriente de aire y el desastre se viene encima. Y es que aunque todo parecía ir bien, en el momento menos esperado puede ocurrir un huracán y hacer que todos esos planes que creías poder realizar salgan volando como un mero espejismo más. 

El rugido del último dragón se escucha en la lejanía. Aquejado por la edad y la soledad pasa sus últimas horas en lo más alto de la montaña. Allí nada ni nadie puede ni molestarle ni socorrerle. Se calienta con su propio fuego, una débil llama que ni siquiera alumbra el bastión que lo ha acogido. 
Hay un pequeño recoveco por donde suele asomar la cabeza y perderse en la infinitud de nubes y sueños que le atormentan todas las noches. Se pregunta si quedará alguien de su propia raza. Si realmente es el último de su especie y nadie puede ayudarle a comprender el porqué ha llegado hasta ese lugar sin rumbo ni compañía. 

Antaño movía las alas como un grácil pájaro enorme bañado en oro. Deleitaba a los suyos con piruetas y grandes bocanadas de un fuego abrumador. Pero ahora se había quedado frío y su cuerpo a penas podía transmitir toda esa luz que una vez brilló con él. Sus escamas habían perdido todo el color e incluso su ánimo se había rezagado a un humor austero y sombrío. 

Ya hacía años que había decidido cerrar las puertas de su castillo y la de su corazón al público. Hacía demasiado tiempo que dormía incluso despierto. Quizás ya ni siquiera era el último de los suyos. Para los tristes humanos seguramente él ya estaría muerto e inscrito en la larga lista de dibujos en los murales de los mitos. 

Suspiró y con el suspiro emergió una llama indecisa. El poder aún residía dentro de él. A lo mejor aún había algo de esperanza. Pero no en aquel lugar en ruinas y aún menos dentro de la propia prisión que se había autoimpuesto. 

Se volvió a escuchar un rugido aterrador en la lejanía. Esta vez imponía respeto y determinación. Incluso podía detectarse un rastro de miedo mezclado en ese grito triunfal. Aunque ese miedo venía acompañado de una sensación distinta. Daba la impresión de que realmente alguien estaba enfadado, pero que iba a remediarlo muy pronto. 

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