Aullidos del fin del mundo

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Flaquezas

Es cuestión de tiempo. Tu cara ya no me evocará esas pesadillas, espero. Ya no hay confrontaciones, como si estuviese proclamada la tercera guerra mundial. Las ganas, pero, también desaparecen, un poco mustias y con algo de tristeza. Queda alguna nota de dolor en mi garganta, pero es soportable. Los latidos, esos ya dejaron de intentarlo. Los errores se quedan donde están. De hecho, no sé si considerarte uno de los más grandes de toda mi vida. Aunque así fuera, de los errores se aprende. 

A estas alturas, me hace gracia como en contadas ocasiones puedes desestabilizar mi mente y dejarla en suspense, como hay veces que se alimentan las posibilidades como alimañas, como si en algún momento hubiese alguna historia que retomar. Es gracioso, porque estoy seguro de que aquello que vivimos es de las pocas cosas de las que puedo afirmar que realmente ha valido la pena, incluso ahora, es de esos errores que sabes que están mal, que va a terminar en tragedia pero que irremediablemente van a hacer de ti la persona que eres.

Estuvo bien. Aprendimos, mejoramos, nos herimos, crecimos. Ahora solo queda aprender a vivir con esa espina clavada. Es como una cicatriz que está grabada en el estómago. Ahí pertenece, al estómago, donde se sienten las emociones, donde se está a punto de morir. Donde se quiere, donde se aprende a dejar de querer.

Caleidoscopio

Las ganas se esfuman como volutas de humo. Su cara no dice nada, ya no dice nada. A veces se para cuando alguien le está pidiendo limosna, le echa un par de monedas y cree sentirse en deuda con el mundo. Luego llega a casa y se pone a fumar. Se pasa las últimas horas de la noche en la terraza viendo la gente pasar. Allí, a las afueras, no hay gente a la que ver pasar. Hoy es ese día en el cual siente que el mundo tiene algo en contra de él, como si las sombras le espiasen y las calles se estrechasen a su paso.

Vuelve de nuevo andando, le gusta hacer eso, le sienta bien no sentirse enlatado dentro de un vagón de tren. La luz se apaga rápido y el mundo vuelve a pertenecer a las sombras, aquellas que a veces cree que poseen algo más que tristes siluetas. Se suma a las doce con algo de música de los ochenta y contempla las estrellas; aquel otro mundo que quizás es más justo, porque allí nadie grita, no como lo hace su cabeza.

Hoy vuelve a suspirar. Se siente confuso, intranquilo, algo solo. Mira hacia arriba, al espacio y vuelve a agachar la cabeza hacia el mundo real, el mundo que le indica cuando despertar y qué hacer después, si hay algo que hacer, algo de provecho, me refiero. 

Suspira con tanta intensidad que parece que el alma vaya a escaparse de su cuerpo. Hay tanto amor en tan poco espacio que no sabe como administrarlo.

Entonces se esconde bajo sus sueños, llenos de color y lugares que jamás podríamos imaginar. Se transporta, se difumina, se fusiona. 

Hoy volverá a soñar y mañana se despertará, con aquel dulce sabor amargo en los labios de quien está a punto de tocar la meta. Cuando eso suceda, cuando se levante, se frote los ojos y abra la ventana, cuando le de los buenos días al mundo y se de cuenta de que sus sueños pueden ir más allá de su mente, allí, él, lo decidirá.

Su cara empezará a decir algo. Algo diminuto, una brizna de lo que puede llegar a ser. Una mueca, una pequeña sonrisa, unos labios torcidos. Esperanza.


lunes, 9 de noviembre de 2015

Este laberinto y yo nos conocemos

Entiendo que puede parecer que alguien descubra en él una persona fuerte, firme, con una mirada que puede llegar a acunarte en sus brazos. Reconozco que algunas noches he llorado con él de lo valiente que ha sido. He llegado a creer que podría dejar de desviarse, de perderse en esos muros infranqueables. En más de una ocasión le he visto reconstruirse de cero, incluso cuando acudía a mí con esa voz rasgada y todas las heridas abiertas. 

Pero sigue siendo aquel niño asustado que se arropa hasta las cejas e intenta ahuyentar sus demonios. Le cuesta dormir. Le cuesta conciliar el sueño, la paz interior. Le cuesta horrores. Le cuesta y le pesa. Demasiadas puertas cerradas y demasiadas llaves acartonadas.

Vienen del mismo lugar, pero no pueden volver a mirarse a los ojos. No de frente. Ni siquiera aunque él le guiase a la salida. 

No hay salida para aquel que no quiere retroceder, solo la decisión de cual será la siguiente esquina que deberá afrontar.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Prólogo/Epílogo

Mecido por el viento del norte se dejó llevar. 
Como aquel espíritu sin dueño, vagaba sin rumbo pero con libertad. 
Le habían crecido alas, esbeltas y acogedoras. 
Volvía siempre a aquel rincón cerca del mar.
Planeaba por la costa, siempre a ras de suelo, pero nunca tocando la tierra.
Se había acogido a una falsa rutina, una que no le hacía sentirse tan perdido.
En lo más alto del cielo, cuando volaba, lo veía ahí.
Veía todo aquel mundo por explorar.
Todo aquello que no quería perderse, que sentía la necesidad de conocer, de tocar.
Pero él era el guardián.
El guardián de un mundo que no podía llegar a sentir. 
Un lugar que le daba tanto espacio y a la vez le retenía.
Sus alas.
Necesitaba cuidarlas. Necesitaba entrenarlas.
Curtirlas. 
Huir.
Siempre en dirección al océano.
Siempre al contrario de donde venía.
Justo.
Si no había más remedio, entre rayos y truenos.
Sin mirar atrás.