Vuelve de nuevo andando, le gusta hacer eso, le sienta bien no sentirse enlatado dentro de un vagón de tren. La luz se apaga rápido y el mundo vuelve a pertenecer a las sombras, aquellas que a veces cree que poseen algo más que tristes siluetas. Se suma a las doce con algo de música de los ochenta y contempla las estrellas; aquel otro mundo que quizás es más justo, porque allí nadie grita, no como lo hace su cabeza.
Hoy vuelve a suspirar. Se siente confuso, intranquilo, algo solo. Mira hacia arriba, al espacio y vuelve a agachar la cabeza hacia el mundo real, el mundo que le indica cuando despertar y qué hacer después, si hay algo que hacer, algo de provecho, me refiero.
Suspira con tanta intensidad que parece que el alma vaya a escaparse de su cuerpo. Hay tanto amor en tan poco espacio que no sabe como administrarlo.
Entonces se esconde bajo sus sueños, llenos de color y lugares que jamás podríamos imaginar. Se transporta, se difumina, se fusiona.
Hoy volverá a soñar y mañana se despertará, con aquel dulce sabor amargo en los labios de quien está a punto de tocar la meta. Cuando eso suceda, cuando se levante, se frote los ojos y abra la ventana, cuando le de los buenos días al mundo y se de cuenta de que sus sueños pueden ir más allá de su mente, allí, él, lo decidirá.
Su cara empezará a decir algo. Algo diminuto, una brizna de lo que puede llegar a ser. Una mueca, una pequeña sonrisa, unos labios torcidos. Esperanza.
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