Entiendo que puede parecer que alguien descubra en él una persona fuerte, firme, con una mirada que puede llegar a acunarte en sus brazos. Reconozco que algunas noches he llorado con él de lo valiente que ha sido. He llegado a creer que podría dejar de desviarse, de perderse en esos muros infranqueables. En más de una ocasión le he visto reconstruirse de cero, incluso cuando acudía a mí con esa voz rasgada y todas las heridas abiertas.
Pero sigue siendo aquel niño asustado que se arropa hasta las cejas e intenta ahuyentar sus demonios. Le cuesta dormir. Le cuesta conciliar el sueño, la paz interior. Le cuesta horrores. Le cuesta y le pesa. Demasiadas puertas cerradas y demasiadas llaves acartonadas.
Vienen del mismo lugar, pero no pueden volver a mirarse a los ojos. No de frente. Ni siquiera aunque él le guiase a la salida.
No hay salida para aquel que no quiere retroceder, solo la decisión de cual será la siguiente esquina que deberá afrontar.
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