Aullidos del fin del mundo

martes, 16 de junio de 2020

Simulacro sempiterno

No llega hasta mí. No alcanzo a pronunciarlo. La nostalgia no para de inmiscuirse como una lombriz en una manzana recién caída. He perdido la noción del tiempo, he dejado de experimentar el olor. Ya no soy capaz de guiarme por el aroma a un nuevo día. Ahora solo soy capaz de moverme sin detenerme en esta apotemnofobia que sufro cada vez que siento que una parte de mí va a ser amputada para siempre.

Persigo cosas que creo que me hacen feliz pero al final solo termino en un torbellino de confusión. La felicidad es aquello que nos hace infelices. Es como una especie de pacto sellado. Te alientan para quitarte el aire. Te dan para arrebatar.

Este tiempo siempre ha sido una maldición. Cada vez que intento retroceder no soy capaz de acordarme de un momento en el que no tuviese miedo. Es como si toda mi vida hubiese convivido con él y no pudiese recordar esa rutilante mancha borrosa que me obligaba a seguir. En lo más hondo de mí sé que no es cierto, que en algún instante tuve que ser valiente, que en algún pequeño segundo debí olvidarme de ser su sirviente y empecé a correr como nunca lo había hecho hasta entonces.

Intento hacer las cosas bien. Me gusta averiguar por mí mismo qué es lo correcto y qué no lo es. No me apetece que sean los demás quienes me adviertan y cambien mi dirección, aunque todo el mundo menos yo tenga claro hacia donde me dirijo. Quizás es la única manera de crear un tercer camino, uno propio en el que sienta que mi cordura no juega en mi contra.

No hay ninguna maldad en querer de la mejor forma que sepas. A veces debemos anteponer nuestra propia vida, debemos ordenarla antes de preocuparnos por el otro. Y esa es una forma válida de querer también. Es casi cósmico el poder sentir que una parte de ti encaja con la de otra persona. Es necesario primero empezar por lo que de verdad podemos cambiar para llegar a un resultado satisfactorio. Es como una operación matemática que aún está por descubrir.

Necesito vivir el momento antes de que se acabe, vivir con los vivos y dejar que esa parte triste que siempre estará conmigo no me haga sentir lo suficientemente pequeño como para no poder correr y gritar a pleno pulmón. No podría seguir empalado a algo tan desagradable como mi propia condescendencia. Debo poder elegir aquello que no quiero sentir. 

No soy del todo consciente sobre lo que ha sucedido. No sé muy bien que tocará después, ni siquiera sé muy bien que toca ahora. Cuando me siento así me pregunto si algo tiene trascendencia, si somos inamovibles en el espacio y el tiempo. Si alguien escuchará el eco que emitimos cuando nos encerramos en nuestra propia piel. Lo único que sé es que no podemos sobrevivir solos. 

¿Cómo puedo saber si lo que me depara el futuro da aún más miedo de lo que ya he vivido? ¿Cómo puedo evitarlo? ¿No puedo, verdad? Me enfada, me hierve la sangre. Llevo los últimos años demasiado cabreado por no poder controlar algo que simplemente no se puede dominar. No se cómo dirigir todo esa furia y convertirla en algo productivo. Me gustaría transformar este miedo en amor, en un bioma en blanco en el que poder colorear desde cero. Es más fácil temer, pero querer a veces también puede costarte la vida.

Sé a quien escoger. Sé que aunque todo me parezca aburrido y plomizo, aunque crea que ya a nadie  le apetece escuchar una vieja historia, y que el único paso de baile está en mi cabeza porque mis pies han olvidado como estimularse, debo ser fiel a mi mismo. Es mi idiosincrasia escoger la vida envuelta en un manto de nubes grises.

Escojo arder en esta oscuridad una vez más. Escojo poder ser la luz que otros como yo necesiten. Escojo saber caminar en la noche sin temor. Escojo seguir. 



jueves, 4 de junio de 2020

Si esperas nunca habrá un momento

Me imagino en un concierto. Me imagino coreando vuestras letras, sintiendo vuestras palabras y vuestra voz medio atropellada. Necesito esa calma desfasada, necesito detener este embate que me acorrala. 

Hoy no me encuentro. Hoy abrazo el rechazo. Hoy me acompaña una tristeza que no esperaba. 
Ojalá alguien me dijese que nunca me callase, ojalá poder provocar ventiscas y bailar. 
Hoy no tengo permitido prestarle atención al presente porque si no me echo a llorar. Cuando convierta las nubes de mis ojos en lágrimas desharé el dolor por unos minutos y mis olas gritarán embravecidas. No sé si en ese tiempo puedo decir todo aquello que encierro en mí, no sé si cada vez que se abre esa puerta es suficiente para vaciarme y olvidar. Aún no sé cómo salir de aquí, de este entuerto, todavía me cuesta conciliar la certeza de que la despedida no es una posible reconciliación. 

No me he despedido. Nunca me parece el momento adecuado. Quizás sea el momento de construir cimientos férreos, quizás si espero nunca habrá un momento. Pero algo tengo dentro, algo que sé a ciencia cierta: nada en el mundo puede acallar la voz que me habla en lo más recóndito. Aunque no pueda manejar el ruido y aunque no sepa si voy a volver, de repente el peso del mundo es más ligero cuando escucho su melodía.
A veces me cuesta manejar todo esto y se convierte en un ruido molesto, siento que la inmensidad me abruma y que el tiempo para mí se ha consumido. Es como si supiese que no hay vuelta atrás, como si se derrumbase todo. Necesito parar a tomar algo de aire, aunque mis pulmones no tengan la capacidad de hacerlo. Me pregunto si es esa voz la que provoca todos mis males, si estoy enloqueciendo por momentos y si pertenezco al mundo de los vivos. 

Cuando estoy a punto de pronunciar mi dolor, mi alegría y mi tristeza; cuando creo que es el momento de que me escuchen, es cuando sucede lo peor. Aquellos que ya están en la cima, aquellos que ya no se acuerdan de lo que eran, de lo que sentían, de quienes eran realmente y qué es lo que querían, consiguen frenarme, consiguen que me vuelva a quedar pálido, que de mi boca solo salga un pequeño gemido y me caiga. Veo todo lo que ocurre delante de mí y no puedo hacer nada. 
Es la impotencia de tener la verdad, la necesidad de chillar hasta quedarme afónico en medio de este concierto en el que hago tanto de público como de cantante. Siento como si la suerte me hubiese abandonado, como si por más que me esforzase no pudiese conseguir lo que deseo.

¿Cómo voy a querer a nadie más si no puedo cuidar de mí? La importancia del autocuidado aún debo aprenderla. 

Me fastidia... me duele... me jode que no se valore ni el talento, ni el carisma ni las ganas. Me jode que el mundo esté tan ciego. Me jode que el mundo no se sepa apreciar a las personas que saben hacer magia. Me jode tener que caminar el doble que el resto para salir de esta oscuridad. Me jode tener que seguir escribiendo así, con sensibilidad pero sin voz. 

Ojalá algún día podamos hablar con sinceridad y sin miedo.