Aullidos del fin del mundo

lunes, 14 de febrero de 2022

Lo que dura un invierno

Me inspira ver a la gente pasar. Verles tener prisa por llegar a sus destinos, pasando por alto todo aquello que está a su alrededor, pues lo único que tienen en la cabeza es lo que les guía. Siempre me pregunto cuál será su determinación, qué les mueve por dentro, si quizás una obligación o un acto de libertad. 

Aquí sentado no puedo evitar pararme a contemplar las siluetas que forman sus sombras al pasar. La de un hombre que parece haber perdido ya su espíritu se cruza con la de una bella dama que parece haberse confundido de dirección, y esa colisión produce un choque de miradas que se manifiesta en sus figuras, atrapadas por un momento con un desconocido que les saca de su ensueño y les permite volar. Después cada uno sigue su propio camino, como si nada hubiese ocurrido, pero puedo verles dudar. Puedo distinguir un rastro de inocencia en sus rostros que me confiesa que ese descuido ha sido lo mejor de su semana. 

Las maravillas también pueden producir desastres, y de eso no me queda duda al apreciar como una pandilla de infantes arremeten una piruleta contra el suelo mientras se van corriendo entre risas, dejando atrás a una pobre víctima del caramelo. Un niño, de ojos café, se esconde entre sus manos para desaparecer del mundo mientras su cuerpo no deja de sollozar. Su ternura me estremece, y justo cuando decido ir a intentar calmar sus aguas, aparece un dulce conocido, un fiel amigo que seguramente podrá sosegar sus inquietudes mejor que un extraño. Me reconforta comprobar como aquel que parecía haber perdido una parte esencial de su vida, ahora, aun temblando, abraza con toda la fuerza que es capaz alguien que necesita aferrarse a un leño en un mar de desconsuelo a su incondicional. Me impresiona la facilidad que tenemos los humanos de venirnos abajo por nimiedades que en el momento parecen catástrofes naturales. Somos realmente frágiles. 

Hay una mirada que me intriga. Una mujer de mediana edad me mira desde una ventana, pero no lo hace adrede. Sinceramente creo que me está traspasando, como si mi cuerpo fuese translúcido y pudiese ver más allá de mi ser. Hay algo oscuro en su rostro, como si una capa de niebla estuviese cubriendo sus ojos. No puedo descifrar exactamente el qué, pero no parece que sea algo bueno. Cuando intento agudizar mis sentidos, caigo en que no se está fijando en mí, sino en el lugar donde estoy sentado. Es un pequeño banco de madera, uno como muchos otros que residen en el parque. Una capa de pintura no le vendría mal, pues está lleno de esbozos de adolescentes que juran amor absoluto grabando sus iniciales junto a un corazón que se asemeja más a un trasero con ínfulas de grandeza. Me pregunto si esa mujer ha sido dueña de alguno de estos amores fugaces y es ahora, años después, cuando se arrepiente de no haber seguido sus instintos o si simplemente es una ficción que estoy creando en mi cabeza por tener demasiado tiempo libre. Sea como fuere, parece que la mirada de mi protagonista empieza a brillar al recibir el achuchón de una niña que se lanza a sus brazos. Quizás sea su hija o su sobrina o puede que solo sea una chiquilla que ha decidido alegrar el día a la mujer de la mirada triste, pero no resulta muy probable. Estoy convencido de que esa melancolía que desprendía sigue ahí en algún lugar de su interior, pero me alegra saber que siempre hay alguien que puede tendernos la mano mientras nos acurrucamos en ese pozo. Alguien que lucha por rescatarnos. 

El invierno está siendo más gélido que de costumbre. Lo noto cuando me veo obligado a calentarme las manos en mis bolsillos. Antes solía pensar que era muy valiente e intrépido. Recuerdo especialmente un febrero con claridad. Allí estaba yo, con mis pantalones cortos y una camiseta que tiritaba. Llevaba un abrigo, por compromiso de mi madre, como si fuese una capa de algún superhéroe. Esa tarde, al salir de clase, se puso a llover y me hizo especialmente gracia la reacción de la gente corriendo por las calles, intentando refugiarse de la lluvia como si el mundo se estuviese acabando. Me dispuse a abandonar mi cobijo para saborear como las gotas se estrellaban en mi piel, volviéndonos uno, inseparables, partes de un mismo mundo, hasta que una amiga me agarró del brazo y me sacudió hasta donde no llegaba el aguacero. Me miró como quien mira a un loco mientras intentaba secarme la cara. Su semblante era desternillante y no pude evitar echarme a reír. En ese instante ella hizo lo mismo y fue entonces cuando la saqué a bailar. Me miró con cara de circunstancias, pero acabó cediendo al notar como esa cortina de agua que nos envolvía no era peligrosa, sino más bien todo lo contrario. Fue el mejor baile de mi vida. Y mientras bailábamos, no había nada que me diera miedo. En ese momento pensé que toda mi vida sería así, que al crecer me comería el mundo mientras disfrutaba de las inclemencias que la gente tildaba de peligrosas pero que a mí me parecían un regalo. Pero al crecer, bueno, ahora solo tengo frío y por eso me escondo bajo mi bufanda. 

Pensando en el frío, me fijo en un termómetro que una farmacia tiene puesto en su escaparate. Estamos a siete grados y el sol hace tiempo que se ha puesto. Supongo que debería moverme, pero mi cuerpo no está por la labor. Tampoco sé muy bien a donde dirigirme, pues no me apetece volver a casa ni tampoco tengo otro sitio a donde ir. He elegido este pequeño reducto verde porque es un respiro en la gran ciudad. Si salgo de este parque sé que el peso va a volver a mis espaldas y las voces van a ir inundando mis oídos, pero aquí sentado todo es mucho más fácil. Aquí puedo adentrarme en vidas ajenas e intentar comprender que todos sentimos amor y dolor. Puedo empatizar con sus causas y puedo frenar mi presente, aferrándome al suyo. Pero el mundo no se frena solo por desearlo, y así se encarga de hacérmelo saber mi móvil, ese dichoso aparato que parece controlarnos a todos estés donde estés. Con un vistazo tengo suficiente. Alguien se está preocupando por mí. Lo peor de todo es que me siento mal, pero ahora mismo no tengo la suficiente energía como para contestarle. Soy un desastre. Ese es el mantra que me repito constantemente y que según mi psicóloga debería revertir, pero como ahora mismo no está aquí puedo perfectamente despacharme a gusto. 

Me doy cuenta de que no estoy solo. Durante la tarde han ido yendo y viniendo muchas personas, pero hay alguien que no se ha movido desde que yo he llegado. Tumbado entre cajas de cartón, un vagabundo intenta hacerse un hueco en ese corto espacio. Carraspea y saca una pequeña petaca para beber. Vete tú a saber qué habrá ahí dentro si es que hay algo ahí dentro. Por lo menos me reconforta la idea de saber que hay una pequeña fuente a unos metros de donde está él a la que siempre puede acudir si lo necesita. O ella. La verdad es que con todas las capas de ropa que lleva es difícil reconocer si es un hombre o una mujer. Incluso es posible que solo sea un niño con demasiadas arrugas y polvo en la cara. Me encantaría decir que esta situación me hace reflexionar y pensar en lo afortunado que soy por no estar en su posición, pero solo me produce envidia. Está libre de ataduras. Libre de lo que piensen los demás. No debe nada a nadie, y aunque parezca que su vida ha terminado de la peor manera, él es dueño de sus decisiones y es fiel a sí mismo. Lo ha elegido así, y la verdad es que no parece que le vaya tan mal. Después de volver a dar otro trago a su inseparable amiga (pudiendo ahora confirmar que esa petaca sí contiene algún líquido) saca un periódico de entre su “almohada” y se pone cómodo, a leer a la luz de la luna. No me parece tan mala vida, la verdad. Hay mil formas de acabar en la calle, una de ellas es la de no querer volver a casa aunque tengas la puerta abierta. Quizás si le pido una caja me la deje y me anime a pasar la noche aquí. A fin de cuentas no se está tan mal. La tranquilidad siempre me ha dado paz y paz es todo lo que necesito ahora mismo. Nada de ruido, solo silencio y paz. 

El corazón casi se me escapa del pecho al notar como unas manos me cubren los ojos. Alguien me pregunta casi con malicia si sé quien es. Claro que sé quién eres, bobo, le respondo al acto. Su tacto es demasiado reconocible para mi cuerpo y apenas en un segundo me encuentro abrazado a su cuello. Es él, mi sujeto y atributo. La persona que sabe encontrarme allí donde me pierda. Su don es tan fascinante que no necesito ni preguntarle cómo sabía que estaba aquí. Simplemente lo sabe y ya.

Después del emocionante encuentro le hago espacio en mi banco, sí, en mi banco, pues ya lo he hecho mío. Me pregunta si va todo bien, pero no tarda en darse cuenta de que esa pregunta es bastante estúpida. Me reconforta agarrándome de la mano, con fuerza, como si temiese que pudiese echar a volar como si fuese un globo que se le ha escapado a un niño en la feria. No necesita más para hacerme sentir como en casa, en esa casa de la que hablan todos, la que es un espacio seguro, allí donde nada ni nadie te puede hacer daño. Levanto la mirada, pues él es mucho más alto que yo, y me lo quedo mirando embobado. No sé si lo hago con una mezcla de alegría y tristeza o más bien como un cachorro herido, pero algo parece hacerle reaccionar, ya que me besa con suavidad, con una delicadeza digna de un propietario de una tienda de antigüedades. Es posible que me rompa en cualquier momento, pero sé que él es capaz de ordenar mis piezas y completar el puzzle, así que no me da miedo apretar un poco más mis labios y hacerle saber que confío totalmente en lo que siento por él. Cuando nos separamos, un suspiro muere al instante. Puedo ver como el frío que me rodea se va deshaciendo y también como las fauces que parecían estar esperándome en la salida del parque no son más que una verja que chirría más de lo necesario. El miedo a perderme florece, lo que significa que vuelvo a sentir que no quiero huir más. Mi chico me aparta un mechón de pelo que se había rebelado mientras yo aprovecho para acercarme a su oreja y susurrarle el gracias más sincero que puedo balbucir. Vuelvo a rodearlo con mis brazos, esta vez apretando fuerte, siendo él ahora el globo y yo el niño que no quiere verlo difuminarse en el cielo estrellado. Al separarnos sé que voy a empezar a desmoronarme, pero él, como de costumbre, se adelanta a mis pensamientos y coloca un dedo entre mis labios, en señal de espera. Quiere decir algo antes de que mis emociones se desborden y mi voz interior se descarrile de mi garganta, así que intento controlarme y me trago a mis monstruos.

  • Escúchame, el invierno dura lo que quieras tú. No le perteneces a nadie, pero sí perteneces a este lugar, como todos los demás. No dejes que tu propio miedo te gane la partida. No he visto colores más electrizantes que los tuyos. Así que por favor, no los reprimas, no te escondas aquí, pues el resto del mundo necesita ser testigo de ellos, y si por casualidad alguien no puede ver más allá, lo único en que debes pensar es en seguir brillando.

Me da un beso maternal en la frente y se queda tan pancho, sin darse cuenta de lo sabias que son sus palabras y de lo mucho que le quiero. Oigo a los demonios protestar en mi estómago, pero los acallo volviendo a besarle, esta vez sí, con pasión. Siento como me sobra el abrigo y lo lanzo lejos, tan lejos que va a parar cerca de donde está el vagabundo, que cree que es un acto de bondad y se lo echa por encima a modo de manta. Sin despegarme de mi novio le obligo a levantarse y le ofrezco la mano, brindándole la oportunidad del mejor baile hasta el momento. Y allí, a ojos de la fauna nocturna, no me da miedo ser yo mismo, pues me siento como en casa, como en mi verdadero hogar.