Aullidos del fin del mundo

jueves, 20 de noviembre de 2014

La inocencia nunca puede perderse

Una sombra le sonrió tímidamente desde el baño. Con un gesto de sus dedos le indicó que podía acercarse, con su mirada le propuso empezar a jugar. 

No le dio tiempo a coger aire que le arremetió contra la pared, le cogió por la cintura y lo acercó hacia su barbilla. Sus labios podían rozarse y el espacio que había entre ellos dos se derretía con la respiración entrecortada. Cuando menos se lo esperó le besó con fuerza, rápido y deciso, fue como una explosión de emociones. Le mordió el labio y eso hizo que un cosquilleo le recorriese de arriba a bajo. Cuando sus manos se abalanzaron para acercarle a la cama empezó el baile de lenguas. No podían separarse, se atraían como imanes. El ritmo era frenético, sus cuerpos se deleitaban y todas las partes parecían encajar como un puzzle. El rojo empezó a teñir sus caras y el tiempo se detuvo en la habitación. 

Cuando la ropa sobró se volvieron visitantes de otros cuerpos. Dejaban su huella en cada paso que daban. El que tomó la iniciativa se detuvo en el pecho, recreándose en los rizos que le poblaban todo el torso. Levantó la mirada y le sonrió, complacido. Él le devolvió una sonrisa pícara. 

Se buscaban, como animales que quieren darse caza. Sus cabezas solo podían pensar en despedazar a la presa que tenían delante. Ya no seguían a la razón, su instinto mandaba. Uno de ellos gruñó, acometiéndole y acortando distancias, le había dejado totalmente encerrado, indefenso. Parecía suculento y él estaba realmente hambriento. La presa, sin embargo, en vez de huir y de buscar refugio se armó de coraje y le plantó cara. Entonces se dejaron llevar. 


Le acarició la mejilla y se quedó embobado allí durante algunos minutos. Era tan pequeño y tan bonito. Se acercó con cautela y le dedicó un beso en la frente. Él se arrebujó entre las sábanas y se le escapó una leve carcajada. 

- ¿Así que estás despierto, eh, pequeño bribón? 

- No lo suficiente para diferenciar si aún sigo soñando o no.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Pero sé que yo podría terminar fallando también

Había llegado el momento. Llevaba años preparándose para ese día. Estaba acorralado por el tiempo. Solo le quedaba mirar hacia delante y hacer de tripas corazón. 

Se deshizo de su equipaje en la entrada del aeropuerto. El ruido de aquel edificio le hacía enloquecer. Parecía como si todas aquellas voces que iban y venían las hubiesen programado al máximo volumen. Intentó buscar un punto de tranquilidad en todo aquel caos y lo encontró en el ventanal que mostraba la pista de despegue. Se quedó mirando como uno de los aviones cogía carrerilla y alzaba el vuelo. No sabía que destino tendría, pero le gustaba poco o menos que el que iba a coger él en breve. Le dedicó un suspiró  y se arrastró como pudo hacía las escaleras que conducían a las puertas de embarque. 


Se fijó como un par de niños que estaban en la cola se reían y jugaban entre ellos a ver cual de los dos se iba a disputar la plaza de piloto para el próximo viaje. Se vio a sí mismo reflejado en aquellos ojos, tan pequeño y tan feliz .Su infancia era su mejor recuerdo. Recordaba las tardes interminables de bicicletas y patines con su hermano o de aquel olor tan empalagoso pero tan reconfortante que salía de la cocina de su madre cuando llegaba del colegio. La sonrisa de su madre se le había quedado grabada para siempre.


Allí arriba parecía que todo lo que no estuviese dentro del avión no era más que un pedazo de nube con alguna forma extraña. La humanidad se había evaporado  y solo quedaba aquel delicioso solecito que entraba por la ventana. 

Se imaginó saltando a esa altura. Quizás con un poco de suerte caía en el agua y podría volver nadando hacía su ciudad. Él solo quería volver pronto, pero sabía que hasta dentro de mucho tiempo no volvería a ver el mar que le había visto crecer. 

Cuando salió por primera vez a su nuevo hogar se puso a llorar. Las calles eran frías y el viento soplaba con fuerza. Allí no tenía amigos ni conocidos. Era como volver a nacer, pero sin la seguridad de tus padres. 


Le gustaba subir algunas noches a la azotea. Se colaba por la puerta de emergencia y con la compañía de un cigarrillo se quedaba viendo amanecer. Levantaba la palma de su mano y la situaba bajo el sol. Creía que aquellos pequeños rayos que le saludaban y que casi siempre terminaban esfumándose aparecían en cualquier lugar. Creía que aquel calor que notaba unos segundos podía llegar a transmitírselo a sus seres queridos. Cualquier cosa que pudiese hacerle viajar hasta su hogar era bienvenida. 


Todos los días iba dejando una moneda en una hucha en forma de tractor. Guardaba la esperanza de que eso algún día llegaría a ser una fortuna y podría dar la vuelta al mundo como mínimo dos veces por semana. 


Le echaron del trabajo por quinta vez y su espalda ya estaba muy cansada. Ese día llegó al pequeño piso con rabia. Estampó la hucha contra la pared y recogió las monedas que tintineaban por el suelo. A penas había mucho, pero era suficiente para coger un billete. 



Se plantó sin más que un abrigo y su determinación delante del aeropuerto. Lo había intentado, pero el mundo a veces era demasiado cruel. ¿Qué suerte podría encontrar en aquel mundo de hielo que no hubiese en su propia ciudad? Había sido una idea disparatada el pensar que allí sería distinto. Tenía miedo de haberles fallado a todos. Volvería con las manos vacías y todos le mirarían decepcionados. Nunca más podría levantar la cabeza, pero esa vez la levantó.


- Cualquiera diría que eres mi hijo, tan grande y tan mayor.


- ¿Mamá? 


- Debería ser una sorpresa, pero ya veo que aquí las noticias vuelan - dijo señalando el aeropuerto y riéndose de su propia gracia. 


- ¿Cómo has podido venir, qué haces aquí, eres tú de verdad?  pero, pero si no hay dinero... - fue a abrazarla de inmediato, recuperándose del impacto principal. 


- El dinero que me has ido enviando estos meses lo he ido guardando para venir aquí


- Pero mamá... ese dinero era para que pudieseis vivir cómodos.


- Cómo vamos a vivir una vida sin las personas que queremos a nuestro lado? - sollozó una voz que le era muy familiar.


- ¿Hermano...? - su cuerpo no podía parar de temblar.


- Todos tenemos derecho a fallar alguna vez, ¿no crees?






martes, 18 de noviembre de 2014

Somos hermosos

Solía jugar solo. Siempre llevaba consigo un malherido soldado de plástico al cual había apodado Rex. Le había llamado así porque pensaba que la razón por la que los demás niños no se acercaban a él era el propio muñeco, porque estaba feo y desgastado y ya a nadie le interesaban las cosas viejas. Creía que lo veían como una especie de tiranosaurio rex que asustaba a todos, pero que en el fondo no era diferente al resto, pero a él eso nunca le importó, él se divertía imaginando aventuras con las que pasar el tiempo.

Cuando creció no se separó de aquel soldado. Lo llevaba a todas partes, se lo guardaba siempre en algún bolsillo del pantalón y lo trataba con cariño. En el recreo siempre se dejaba caer en la sombra de algún árbol y empezaba a dibujar un mundo donde Rex podía jugar con otros iguales a él. Le ilusionaba pintarlo de amarillo, como el sol, una figura que radiaba aquel color no podía ser de ninguna manera alguien malo.

Aunque no era muy hablador siempre sacó buenas notas y estas le dieron la oportunidad de demostrarle al mundo su talento con la pintura. Las primeras clases de la universidad a penas le costaron, más allá de la desorientación de los primeros días se sentía reconfortado con la presencia de todos aquellos lienzos y manualidades que decoraban las clases. Su primer trabajo fue convertir al pequeño Rex, ya mucho más desteñido y frágil que cuando era un niño, en un concepto de arte. Lo plasmó como la figura de un superhéroe. Un soldado con capa que quería volar. No tenía ningún poder en especial, sólo deseaba la libertad. A nuestro hombretón esa idea le inspiró una sonrisa. 

Daba por hecho de que el mundo lo había querido así, pero nunca supo a ciencia cierta que había visto aquella chica en él. Después de recoger a su sobrino del colegio la profesora se acercó y le sonrió. Fue la cosa más hermosa que jamás había llegado a presenciar. Sus manos buscaron en seguida a su pequeño amigo, debía de ver aquello con él, era un milagro y tenía que quedar inscrito al menos en las pupilas de alguien más. Ella se rió al ver que un hombre de su edad aún jugaba con muñecos, pero le saludó, siguiéndole el juego y aquel juego terminó en boda. 

Encendió la luz de la mesita de noche y se despidió con un beso en la frente. La pequeña se había quedado dormida al escuchar el cuento que siempre le explicaba su padre. El de las hermosas criaturas. Se acurrucó a un lado abrazando muy fuerte a su soldadito protector. Él siempre le ayudaba a no tener pesadillas.

Rex falleció en las fauces de su mascota. La pequeña mujer de la casa intentó salvarle la vida, pero en vano, pues cuando consiguió quitárselo de los dientes ya no quedaban más que pequeños trozos pintados de amarillo y su lanza, que siempre llevaba pegada al pecho. Ella se puso muy triste y no podía dejar de sollozar. Su padre, que lo había visto todo empezó a soltar carcajadas. Extrañada le preguntó porque se estaba riendo, pues pensaba que Rex era tan o más importante para él que como lo era para ella.

- Hija mía, este pequeñin ya ha visto mucho mundo, me ha visto crecer ,perderme, encontrarme, enamorarme, sufrir, querer, te ha visto nacer a ti y me ha visto en el día más feliz de toda mi vida. Él me ha enseñado que no hace falta ser muy grande para poder hacer cosas inmensas. 

- Pero ahora... ya no está, ya no podrá verme crecer, ni podrá venir conmigo a la escuela, ni ver las películas de los sábados o alejar mis pesadillas.

- No necesita estar a tu lado para estar cerca de ti, pero por si tienes miedo... creo que tengo algo que te hará sonreír. 

Buscó en el pantalón una llave que daba a la habitación que le estaba prohibida entrar. Ella cogió aire y se emocionó, siempre había querido saber que se escondía allí detrás. Cuando la puerta quedó entreabierta asomó la cabeza y se encontró con cientos de soldados en estanterías. Parecía un gran amanecer, pues todos estaban pintados de amarillo y daba la sensación de que se iban a levantar y prender el vuelo. 

- Nadie más tendrá pesadillas, ¿qué te parece?






lunes, 17 de noviembre de 2014

Mientras morimos tú y yo

Nunca pensó que volvería a querer. No creía en las personas, no creía ni siquiera en sí mismo. Lo había abandonado todo, cogiendo por último la ansiedad y catapultándola hacia lo más recóndito de su mente. Había bloqueado el espacio entre su mundo y la propia realidad. No quería dejar ningún frente abierto, ninguna posibilidad de que todo aquel tormento que sintió ya una vez se pudiese propagar por su cuerpo, recorriendo las entrañas y exprimiéndole los pulmones. Había llegado a sentirse muerto en vida, como aquellas criaturas que deambulaban por las noches, en busca de algo con lo que alimentarse, algo que pudiese saciar aquel deseo intrínseco que les carcomía por dentro y que no podían evitar. Alzó murallas a su alrededor y no dejó títere con cabeza. Se lo prometió a él mismo, jamás volvería a sentir nada, porque cualquier cosa que le hiciese dudar de la felicidad temía que acabase atrayéndole hacia la oscuridad. 

No había villanos ni héroes, no había extremos, su mundo se resumía a un lugar aislado y sin temperatura. Allí no hacía frío ni calor, no era necesario, pues incluso eso haría posible germinar un brote de esperanza, quien sabe si falsa.

Atento a su silencio pudo escuchar los gritos provinentes del otro lado. Veía algunas grietas recubrir su obra mimada. Aquel muro de piedra que era imposible de traspasar se estaba viniendo a bajo. No podía permitirlo, si caía, él caería con él. Apoyó con todas sus fuerzas las manos empujando como podía para inclinar la muralla hacia su favor, pero él era demasiado pequeño, no tenía la fuerza necesaria, pero eso no le amedrentó. Cuando al fin parecía que había cedido se dejó caer, exhausto, con las manos ensangrentadas y con el corazón cabalgando. Pudo apreciar un lamento desde el exterior. 

- Eres tan fuerte que puedes sujetar una muralla entera tú solo. Eres tan fuerte que puedes luchar contra el dolor y puedes derrotarlo. Eres tan fuerte que no te da miedo la soledad, que te vales por ti mismo. Eres tan fuerte que has creado este lugar que nada ni nadie puede traspasar. Eres tan fuerte que yo me he vuelto débil. No puedo verte así. No puedo vivir una vida de esta manera, sabiendo que no puedo ayudarte, que incluso rozándote estoy a años luz de ti. Soy tan minúsculo y tan torpe, tan enclenque y tan transparente que no sé cómo continuar. No lo sé si tu ya no estás. Aunque ahora no veas nada, tu me has hecho escalar montañas y ríos, me has hecho volar, me has enseñado el significado de libertad, de vida, de pasión. No hemos necesitado más que palabras y miradas para llenar el vacío que sentíamos. Nos encontramos y nos amamos. Nos hicimos daño y dolió, dolió tanto que no pudimos respirar más y terminamos muertos, pero la muerte no es el fin, no si tú estás en ella, dándome la mano y soñando juntos. La muerte es el comienzo de tu nueva vida, sin obstáculos, sin impedimentos, sin murallas. Rompamos este infierno juntos.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La niña se quedó para siempre en la estación

Todos los días pasaba por delante de aquella estación, ahora ya vieja y decrepita, donde tan solo quedaban algunos cristales rotos y aquellas imágenes que le devolvían a su infancia.
El mundo había evolucionado y ya nadie reparaba en aquel lugar. Lo nuevo siempre acababa sustituyendo a los recuerdos. A ella también le ocurrió así.

Ella era pequeña para ver que se marchaba por su bien. Gritó su nombre hasta que se quedó afónica, pero nunca sucedió nada. El tren no dio la vuelta y nadie se bajó para decirle que todo iba a ir bien. Pasó la noche sentada en el banco viendo la gente pasar. Algunos la miraban con pena, otros ni siquiera reparaban en sus ojos, repletos de lágrimas. Se frotó la nariz con las mangas y lanzó la muñeca que le había regalado su padre a las vías. 

Los años pasaron y se hizo mujer. Creció, trabajó duro, luchó por sobrevivir sola, pero todavía odiaba a las muñecas, todavía se seguía sintiendo perdida. La nostalgia se había hecho con su corazón. 

Apoyó su cabeza en el cristal, en el de otro tren, muchos años más adelante. Le sonrió a su reflejo con una mueca alicaída. Fue entonces cuando cayó en que todavía seguía esperando a bajar de aquel tren, pues no era su padre quien había subido y la había abandonado a su suerte, fue ella, siempre fue ella la que temió frenar y encontrarse en medio de la nada. La niña se había quedado estancada en la misma estación y ella hacía mucho tiempo que había dejado de ser tan pequeña.


sábado, 15 de noviembre de 2014

Soy tu muñeca

Otra vez es igual, la ciudad sigue dormida. 

Ella fue la primera en huir. 
Nadie la escuchó, nadie la temía. 
Ella fue la primera en vivir.
Se armó de valor y conquista.
No tenía a donde ir,
no conocía guía. 

Aprendió a volar de aquí para allá, 
rascando los cielos con sus manos.
A ella nunca le crecieron las alas,
por eso lloraba en las esquinas. 

A penas le llovieron los piropos,
no tanto como las propinas. 
De su trabajo rehuía,
¿pues quién la quería?

Conoció a un galán,
de nombre Tristán. 
Le ofreció un nombre y
un poco de pan.

Ella le contó que no sabía volar.
Que no tenía riquezas
más allá de rus rarezas.
Comer siempre significó pecar.

Eres como una muñeca, 
pequeña y confusa.
Con la cara aún sucia,
pero con gran astucia. 

Podría ser una de esas,
llena de trapos rotos,
costuras y vendas.
No soy una princesa.

Las princesas viven en los cuentos,
en las calles y en las carreteras. 
El dolor también habita en ellas.
¿O a caso tú no sientes como yo?

Me gustaría creerte y pedirte
que me salvaras de esta situación,
pero quien rescataría a un monstruo
que no puede ni mirarse a los ojos?

¿y si pudiéramos ser algo más que esto,
algo más que una puta y un truhán?

viernes, 14 de noviembre de 2014

Es un misterio hacia donde la noche nos lleva

De un chasquido prendió las luces de las velas que, casi imperceptiblemente, se fueron apagando por la corriente que entraba de la ventana. Volvió a coger las cerillas y esta vez  dejó que dos pequeños faros iluminasen la estancia. No se podía distinguir mucho más allá de un rostro pueril y ovalado, con una mueca que se balanceaba entre el disgusto y la conformidad. Se quedó inmóvil mirando como las llamas danzaban en la penumbra y estaban decididas a consumir toda la cera. 
Cerró los ojos y se concentró en aquel brillo que formaban las velas cuando las mirabas sin mirar. Le bastó unos segundos para volver a la realidad y soplar tan fuerte que casi derribó el pedazo de pastel que las sostenía. Los deseos sí que son fáciles de pedir, pensó. 
Se desabrochó la camisa y la tiró al suelo. Después fue a por los pantalones, que acabaron presos de la silla. Sin agacharse, con un leve empujón, hizo volar por los aires las zapatillas. Cuando se quiso dar cuenta de que dejar abierta la ventana por la noche en pleno invierno no era una buena idea, ya se le había erizado la piel. Se enfundó en su pijama y fue a cerrar la ventana cuando se dio cuenta de algo. Fuera no había nadie y la luna a penas iluminaba, el viento azotaba a los árboles y el silencio era incluso atronador. No sabría decir muy bien que fue, pero algo en toda aquella amalgama oscura le hizo pensar en la enormidad. De repente se sintió muy pequeño al lado del mundo, el día de su cumpleaños, solo y asustado. Se topó con todo aquel cielo negro y eterno. Bajó la persiana y se escondió bajo las sábanas de la cama. Allí no habría monstruos, era el único lugar a donde no podían llegar, nunca dejaría que le alcanzaran. 
No sé cuanto tiempo llegó a pasar hasta que decidió asomar la cabeza de nuevo. Algo había cambiado, la oscuridad era más tenue, menos temerosa, alguien estaba luchando contra ella. 
Notó el frío del suelo que descargó en todo su cuerpo. De cuclillas, se dirigió hacia donde provenía esa disconformidad en el pasillo. Mientras se aproximaba pensaba que podría ser, las luces de la casa estaban apagadas y no se acordaba de haber dejado ningún rincón encendido. No se lo pensó demasiado a la hora de girar y descubrir que había provocado ese tenue halo de luz. Delante suyo estaba el trozo de pastel que había soplado, con las velas encendidas, derritiéndose poco a poco. Justo al lado había una pequeña nota. Se tuvo que acercar para poder leerla:

"Si crees en los monstruos, también tienes que creer en los héroes"

martes, 4 de noviembre de 2014

El último pensamiento antes de irme a dormir

La duda me asalta desde las sombras, acechándome allá donde voy, sin piedad, fría y calculadora. Salta sin previo aviso y lo deja hecho todo añicos. Es entonces cuando me toca reconstruirme, recoger todos los pedazos y ponerlos en su sitio, algunos más arrugados, otros más sucios e incluso algunos que acaban perdiéndose en el mundo platónico. El resultado, lamentablemente, no llega a la altura de lo esperado. Podríamos culpar a las expectativas, por estar siempre tan arriba. Podríamos culpar a este desorden, pero entonces estaríamos culpando al mundo entero. Podríamos culpar, pero no ganaríamos más que alguien que no merece tener ese peso en sus hombros. Nos acabaríamos apuntando a nosotros por no encontrar la salida, de no rellenar los huecos, de verlo todo tan negro como el carbón.

Pero esos pedazos siempre han estado ahí, en algún rincón de nuestro subconsciente, vagando durante días en un mar de preguntas. Preguntas que si no las hiciésemos, nos darían, probablemente, un puñado de fuerza.

¿Qué es un mundo feliz? Son esos momentos en los que él me hace sonreír, en los que me siento alguien capaz, aquellos que brillan con luz propia. No todo son sombras escondiéndose tras la pared. No hay nada que perder cuando se trata de levantarse por enésima vez. No si al final del camino em fan creure.