Aullidos del fin del mundo

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Pero sé que yo podría terminar fallando también

Había llegado el momento. Llevaba años preparándose para ese día. Estaba acorralado por el tiempo. Solo le quedaba mirar hacia delante y hacer de tripas corazón. 

Se deshizo de su equipaje en la entrada del aeropuerto. El ruido de aquel edificio le hacía enloquecer. Parecía como si todas aquellas voces que iban y venían las hubiesen programado al máximo volumen. Intentó buscar un punto de tranquilidad en todo aquel caos y lo encontró en el ventanal que mostraba la pista de despegue. Se quedó mirando como uno de los aviones cogía carrerilla y alzaba el vuelo. No sabía que destino tendría, pero le gustaba poco o menos que el que iba a coger él en breve. Le dedicó un suspiró  y se arrastró como pudo hacía las escaleras que conducían a las puertas de embarque. 


Se fijó como un par de niños que estaban en la cola se reían y jugaban entre ellos a ver cual de los dos se iba a disputar la plaza de piloto para el próximo viaje. Se vio a sí mismo reflejado en aquellos ojos, tan pequeño y tan feliz .Su infancia era su mejor recuerdo. Recordaba las tardes interminables de bicicletas y patines con su hermano o de aquel olor tan empalagoso pero tan reconfortante que salía de la cocina de su madre cuando llegaba del colegio. La sonrisa de su madre se le había quedado grabada para siempre.


Allí arriba parecía que todo lo que no estuviese dentro del avión no era más que un pedazo de nube con alguna forma extraña. La humanidad se había evaporado  y solo quedaba aquel delicioso solecito que entraba por la ventana. 

Se imaginó saltando a esa altura. Quizás con un poco de suerte caía en el agua y podría volver nadando hacía su ciudad. Él solo quería volver pronto, pero sabía que hasta dentro de mucho tiempo no volvería a ver el mar que le había visto crecer. 

Cuando salió por primera vez a su nuevo hogar se puso a llorar. Las calles eran frías y el viento soplaba con fuerza. Allí no tenía amigos ni conocidos. Era como volver a nacer, pero sin la seguridad de tus padres. 


Le gustaba subir algunas noches a la azotea. Se colaba por la puerta de emergencia y con la compañía de un cigarrillo se quedaba viendo amanecer. Levantaba la palma de su mano y la situaba bajo el sol. Creía que aquellos pequeños rayos que le saludaban y que casi siempre terminaban esfumándose aparecían en cualquier lugar. Creía que aquel calor que notaba unos segundos podía llegar a transmitírselo a sus seres queridos. Cualquier cosa que pudiese hacerle viajar hasta su hogar era bienvenida. 


Todos los días iba dejando una moneda en una hucha en forma de tractor. Guardaba la esperanza de que eso algún día llegaría a ser una fortuna y podría dar la vuelta al mundo como mínimo dos veces por semana. 


Le echaron del trabajo por quinta vez y su espalda ya estaba muy cansada. Ese día llegó al pequeño piso con rabia. Estampó la hucha contra la pared y recogió las monedas que tintineaban por el suelo. A penas había mucho, pero era suficiente para coger un billete. 



Se plantó sin más que un abrigo y su determinación delante del aeropuerto. Lo había intentado, pero el mundo a veces era demasiado cruel. ¿Qué suerte podría encontrar en aquel mundo de hielo que no hubiese en su propia ciudad? Había sido una idea disparatada el pensar que allí sería distinto. Tenía miedo de haberles fallado a todos. Volvería con las manos vacías y todos le mirarían decepcionados. Nunca más podría levantar la cabeza, pero esa vez la levantó.


- Cualquiera diría que eres mi hijo, tan grande y tan mayor.


- ¿Mamá? 


- Debería ser una sorpresa, pero ya veo que aquí las noticias vuelan - dijo señalando el aeropuerto y riéndose de su propia gracia. 


- ¿Cómo has podido venir, qué haces aquí, eres tú de verdad?  pero, pero si no hay dinero... - fue a abrazarla de inmediato, recuperándose del impacto principal. 


- El dinero que me has ido enviando estos meses lo he ido guardando para venir aquí


- Pero mamá... ese dinero era para que pudieseis vivir cómodos.


- Cómo vamos a vivir una vida sin las personas que queremos a nuestro lado? - sollozó una voz que le era muy familiar.


- ¿Hermano...? - su cuerpo no podía parar de temblar.


- Todos tenemos derecho a fallar alguna vez, ¿no crees?






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