Tormento era introvertido. Se sentía fuera de lugar. Había crecido siendo un rompecabezas y había acabado por romperse. Le creían un juguete, pero le faltaban pilas. Decían de él muchas cosas. Desde que lo veían todas las tardes sentado en su habitación, meditabundo, pintando el frío con su mirada. Que se pasaba las horas observando un punto fijo en el infinito. Como si estuviese a punto de comprender algo que la humanidad no creía posible. Estaba en las nubes. Se pasaba el día soñando, como un niño solitario. Dijeron que una noche lo habían encontrado, volviendo unos amigos de fiesta, en medio de la carretera, empapado por la lluvia, intentando bebérsela. Gritando a todo pulmón. Loco. Salvaje. Histérico. Como si hubiesen retrocedido a la prehistoria y estuviesen en medio de un ritual que sólo él podía comprender. Allí en medio, único, parecía que cazase con la mirada. Su mirada era puro fuego en esa tormenta.
Siempre pasaba desapercibido, pero su expresión, como en esa noche, como cuando te miraba sin apartar los ojos, profundamente, parecía que tuviese todas las respuestas. Que supiese todo lo que te hacía llorar, tus más recónditos secretos. Tormento se volvió invisible. No lo tenían por cuerdo y lo dejaron estar. Tormento dejó de hablar, y escribió. Escribió hasta que la mano le falló, e incluso así, se le oía murmurar, como si escribiese en su mente. Puede que saber todas las desgracias del mundo fuera lo que le hacía, precisamente, desdichado. Tormento nunca se sintió acompañado, y por eso, incluso en su muerte, se sintió tan solo. E insalvable. Solo e insalvable.
Tormenta era un terremoto. No paraba quieta. Es más, necesitaba hacer algo. Si se quedaba parada, algo dentro de su cuerpo le hacía ponerse en marcha, la accionaba y le instalaba un leve temblor que recorría las palmas de sus manos, intentando alcanzar algo insondable. Inquieta e indómita, siempre devoraba todo lo que transitaba por su mente. Desde hacer el pastel más grande del mundo, volar en globo o ganar en la competición de quien podía estar más rato sin reír; eso, por supuesto, jamás lo consiguió.
La querían mucho. Era como un soplo de aire fresco. Siempre tan nítida y tan vivaz. Siempre con esa cara llena de pecas bañadas por el sol y cincelada con una sonrisa de oreja a oreja. Era, como solían decir la gente que la conocía, "un pequeño amanecer".
Pero al final, como a todos nos acaba pasando, se marchitó. Quedó arrugada y encogió, casi haciéndola desaparecer. Y le embargó la ira, una ira que jamás había creído capaz que pudiera contener en ese cuerpecito tan frágil. Y llovió, llovió durante días, durante semanas. Todo se empañó. Aquella ira, que jamás había sido testigo en su vida, acabó por aparecer demasiado tarde, como un tormento. Acabó por implosionar sola. E insalvable. Sola e insalvable.
Estaban malditos. Por eso se cruzaron.