Aullidos del fin del mundo

martes, 25 de agosto de 2020

Anclado pero no hundido

El mareo es constante. Tengo la sensación de que mi voluntad caerá al mar igual que lo hacen mis rodillas al titubear mientras noto como todo se balancea a mi alrededor. 

¿Lleva alguien el timón? Tengo la extraña impresión de que debería de haber alguien más a bordo, pero por más que grito y me aferró a la baranda más cercana solo percibo el sonido del mar indicándome que la calma está a punto de sucumbir. 

¿Te acuerdas del mar? ¿Te acuerdas del naufragio universal? Aquel desastre en nuestro pecho que casi se nos lleva por delante. ¿Recuerdas el miedo? Como subía por nuestra piel igual que las ganas que tenía yo de salir de allí. Aún puedo ver la tormenta. Aún puedo sentir el agua cubriendo mis pulmones, inundando la esperanza que había ido construyendo hasta formar algo que podía retener. Lo logramos por los pelos. Empapados, exhaustos y sin tiempo. ¿Y si la tormenta nunca amaina? ¿Y si siempre vamos a tener que bailar bajo la lluvia? No llegamos a ver tierra firme,  tan solo una pequeña isla a lo lejos. Algo insignificante, pero algo físico y no etéreo. Pero el mundo no se contiene. El mundo no te espera. El mundo avanza y si tú no lo haces, serás parte del empujón. Serás parte del sifón que lo barre todo, que te hará volar, que te arrancará los grilletes y no te permitirá mirar atrás. Te llevará hasta las alturas, con un sentido establecido. Y ahí te encuentras ahora... más cerca de un comienzo que siempre suele empezar por el final. 


Me he refugiado entre mis propios brazos. Siento que nada de lo que está ocurriendo está bien. Quiero explotar. Quiero que mi consciencia sobrepase mi cuerpo. Quiero llegar hasta el infinito. Quiero explorar, quiero ver, quiero ser. Quiero dejar de arrepentirme. Quiero gritar tan alto que incluso puedan llegar a escucharme en otra dimensión. Quiero dejar de menospreciarme. Quiero querer, quererme y quererte. Quiero que el mundo deje de moverse. Quiero instalarme en el invierno y taparme tan fuerte que el calor de la manta derrita todo lo que está mal.  

Veo como se va formando la ola más grande que he podido presenciar. Viene a por mí, una vez más. No sé si voy a ser capaz de frenarla esta vez. Ya no puedo aprender más. Ya no puedo luchar más contra la misma pared, pero no tengo más remedio que levantarme y correr. ¿Hacia dónde? Correr y chillar. Esa es mi formación. Arrancarme el corazón y dejarme llevar. Quizás si dejo de sentir puedo tragar todo lo que está a punto de desplomarse. Quizás puedo soportarlo. Quizás me mezclaré en lo más profundo del mar y nadaré hasta olvidar quien soy. Sí, puede que ya no quiera preguntarme más quién soy.  Quizás no soy nadie. Quizás tan solo estoy cansado de estar triste y de remar. 

¿Te acuerdas de la huida? De como tus pasos resonaban por toda la calzada. Ni siquiera los coches podían igualarte. Creíste que todo se había arruinado. Que habías dejado escapar algo increíble. Que había sido culpa tuya como siempre. Volviste a restarte valor. Volviste a taparte el rostro y difuminarte entre las calles. Eso no es capaz de hacerlo ni siquiera un tsunami. No puedes borrarte como si fueses un garabato que se merece que le escriban encima. Debes redimirte, igual que hiciste al llegar a casa. Después de mantener las lágrimas a raya lograste encontrar un sentido, lograste visualizar un camino. El día se había terminado, pero comenzaba otro donde tú aún seguías ahí. Levántate y prepárate para lo peor. Recupera tu espíritu y huye, pero esta vez hacia delante. 

El estruendo es imparable. Ni siquiera logro verbalizar una señal de auxilio. No es como si alguien fuese a escucharme, pero hablar en alto me reconforta. Siento que mantener una conversación conmigo mismo puede llegar incluso a ser positivo. Al compartir mis pensamientos de alguna forma se materializan y puedo llegar a verlos como algo real y no como algo que se ha encajado en mi cabeza, como un error de programación que me indica que necesito una reparación urgente. Es entonces cuando la veo. Escondida en la proa hay una pequeña balsa que parece de todo menos resistente. Puedo llegar a empatizar con ella. Me dirijo casi a gatas, apartando todo lo que el viento atrapa y me lanza como si fuesen proyectiles. La abrazo nada más llegar. Es casi como si fuésemos viejos amigos. En realidad no sé muy bien cuál es mi plan. Suelo ser de actuar según la ocasión. Así que esta vez no será distinto. Saltar en la balsa no tendría ningún sentido, pues acabaría en el fondo del mar de la misma forma, pero puede que si la hago servir de refugio, que si me mantengo dentro, cubriéndome con ella como si fuese un caparazón, me despierte en otro sitio y en otro lugar donde el mundo no parezca caerse en pedazos. Suena bastante fantasioso, pero me vale. 

¿Recuerdas la oscuridad? Esa ancla que te arrastra todas las noches. Ese peso muerto dentro de tu cabeza. Esa mano que no deberías coger pero que te seduce con malicia, te engaña y te traiciona como si fuese un amante depravado. Esa cama que dice ser tu amiga pero lo único que hace es atarte las muñecas con esposas y no dejarte salir de ahí nunca. Un refugio puede darte seguridad, pero no te dará un futuro, solo un momento de paz. No vas a salir de esa situación escondiendo la cabeza como las avestruces. Debes enfrentarte a lo que está por llegar y abrir las ventanas de par en par. Debes lanzarte en picado, aunque no sepas si habrá agua en la piscina. No puedes seguir huyendo como si el mundo se dividiese en capítulos de cuentos. No hay un final feliz esperando en la siguiente página. No habrá página si no empiezas a escribirla. Si no empiezas a actuar, a pedir, a exigir, a reclamar lo que es tuyo. 

Debe de haber otra forma de vivir. Aunque piense que no valga la pena esforzarme más porque nadie va a devolverme el favor. Debe de haber otra forma de hacer las cosas. Debe de haber alguna forma de ser libre y de estar bien. De dejar de preocuparme. De dejar de sentir que el agua quiere ahogarme. No sé muy bien qué se espera de mí. No creo estar a la altura y tengo muchísimo miedo de fallar. Me puede salir muy caro el perdonar, pero algo debe aliviar este dolor. No me sirve con conformarme. Es casi impulsivo, es casi como si quisiese sacar toda esa luz de aquí, como si ya no pudiese contenerla. Veo como todo el mundo baila y yo solo me quiero ir. Está claro que estoy anclado a esta situación. El monstruo viene a verme en septiembre y yo solo quiero dejar de repetir la angustia de sentir que no estoy preparado para saltar. Estoy tan cerca... estoy tan tan tan tan tan cerca de poder escoger el siguiente paso. Estoy tan próximo a la libertad que algo dentro de mí se pregunta en qué me he convertido. En si alguien me buscará. En si mis gritos han sido en vano. En si me va a doler toda la vida. 

No puedo parar de tararear ese estribillo: Si una gota colma el vaso, otras veces ya es el mar. Y es el mar esta vez, ¿lo entiendes?

Lo entiendo. Aunque siempre ha sido el mar. Siempre me ha tragado el mar. Siempre me ahogo en el espanto hasta que salgo a la superficie y todo parece exactamente igual. Líneas en el horizonte que no me ayudan a orientarme. Mis brazos derrotados del esfuerzo por seguir nadando. Mi voz, jadeante, a penas un susurro que me hace parecer todavía más una presa fácil. Pero nunca hay que juzgar a un libro por su portada. He aprendido a domarlo, a acariciar sus olas, a disiparme en su interminable azul. 

Por más que vuelva a tus entrañas, por más que me sienta superado en número, no pienso dejarte ganar sin luchar.