Aullidos del fin del mundo

miércoles, 15 de mayo de 2019

El plan improvisado

Gabriel cogió un poco de agua con sus manos y se la arrojó a la cara con la intención de aclararse las ideas. Llevaba dos semanas cabalgando con Lucco por los caminos más agrestes con la intención de no llamar mucho la atención. Sabía que no era el camino más rápido, pero adentrarse en el camino real sería casi un suicidio para la gente de pueblo como ellos. Si los llegasen a divisar  los guardias del rey seguramente los alistarían en su ejército y eso es justo lo que él quería derrocar. Tenían la suerte de haber crecido rodeado de aquellos parajes silvestres, así que penetrar en el interior del bosque les resultaba un esfuerzo más manejable. Habían decidido seguir el curso del río, así nunca les faltaría agua y seguramente llegarían a buen puerto. Lucco aún dormía arrinconado en la pequeña fogata que habían preparado la noche anterior. Él había sido quien hizo la última guardia, por eso Gabriel no se molestó en despertarlo hasta más tarde. En el fondo le agradecía que le hubiese acompañado, pero a la vez no quería meterle en problemas ajenos. A veces pensaba que debería marcharse al ocaso y seguir su propio camino. Lucco no estaba hecho para luchar. Ni siquiera sabía muy bien que haría una vez llegasen a Penumbria. No era tan sencillo como plantarse delante del rey y ajusticiar todas sus muertes. Su mente estaba cegada por la venganza y la tristeza que le producía la imagen de Alana buscándole, gritando su nombre y pidiéndole ayuda. Él no podía ayudarla desde ahí. No podía ayudarla de ninguna de las maneras, pues hacía mucho que se había ido por culpa del rey Lian. Gabriel tuvo la suerte de estar bien lejos cuando el ataque ocurrió, pero tenía la certeza de que había sido el mismo Lian que con sus propias manos la condució al mundo de los muertos; y con ella también había arrasado todo lo demás. Nunca se saciaba. No hasta que pudiese acabar de una vez con su hermano, el rey Ilan, el rey de Gabriel y su pueblo, y el padre de Alana.

- Venga, Lucco, ya va siendo hora de que pongas en marcha esos muslos y avancemos.
Su amigo musitó algo ininteligible mientras giraba su cuerpo hacia el lado contrario en el que Gabriel le estaba hablando.
- Ya te he dejado descansar casi más de medio día, no pienso esperar a que tu culo se mueva otro medio más.
Otro cúmulo de sonidos incomprensibles salieron de la boca de Lucco, aunque esta vez parecía que se estaba desperezando.
- Déjame dormir un poco más, hasta la hora de la cena, mamá.
Gabriel puso los ojos en blanco y se dirigió hacia el borde del río. Llenó su botija hasta que el agua se derramó por el orificio, y en cuanto llego a su campamento empezó a verterla encima de su amigo.
- ¿¡Pero que crees que estás haciendo!?
- Solo hago lo que se debe hacer - inclinó suavemente la botija para que cayese aún más agua.
Empapado y colérico, Lucco se levantó maldiciéndole con la mirada.
- Yo también sé jugar a esto.
Cogió un poco de carrerilla y embistió a Gabriel hasta el río. Cayeron los dos de espalda mientras Gabriel intentaba zafarse de aquel abrazo que no le dejaba respirar.
- ¡Vale, vale, me rindo, perdón!
- Así está mejor. ¿No te parece esta una manera más bonita de empezar el día?
- Me parece que estás como una cabra, pero al menos hemos matado dos pájaros de un tiro. Te has despertado y te has bañado, que lo necesitabas. - Gabriel se incorporó mientras escurría como podía su camisa.  - Y no es una buena manera de empezar el día, porque el día casi que empezó ayer.
- Tú siempre tan aburrido -escupió un chorro de agua intentando imitar una fuente con su boca.
- Y tú tan crío como de costumbre.
Lucco le hizo una mueca y Gabriel le extendió la mano para que pudiesen reanudar su viaje.

Tuvieron que pasar cinco días más para poder llegar al límite del bosque. Se les abrieron dos posibilidades: o bien tomaban el camino real o debían buscar otra forma de llegar a la capital, y la única opción que les quedaba era buscar refugio en un pequeño pueblo pesquero y alquilar un barco con un dinero que no tenían, pues la única forma que no fuese el camino real de llegar hasta su destino era a través del mar. En realidad no tenían dos opciones.

Antaño el pueblo había tenido un nombre bastante difícil de pronunciar, pero había ido olvidándose por culpa del faro que daba luz a todos aquellos barcos que encallaban allí para tomarse un pequeño descanso. Ahora era conocido llanamente como El Faro, un lugar en el que respirar un momento y seguir adelante. Para los comerciantes eso era una mina de oro. Podían subir los precios sin miramientos ya que la mayoría de personas solían venir de algún lugar más ajetreado y más caro, así que no veían con malos ojos que por un trozo de tela o unos cuantos pescados tuvieran que pagar algunas monedas más. Era un lugar de paso perfecto para entablar amistades y negocios, e incluso para poder hacerse un hueco en algún camarote feo y húmedo si estabas dispuesto a hacer el trabajo sucio.

Los dos amigos no dudaron ni un momento en que el mejor lugar para encontrar alguien que pudiese ayudarles sería en la taberna del barón rojo, el local más animado del sitio, el cual les recibió con un pirata flirteando con una sirena dibujados en un tablón de madera que llamaba mucho la atención.
- Esto parece el paraíso -exclamó Lucco nada más entrar.
- Más bien parece el desagüe donde va a parar toda la mierda del reino.
- Pues eso, el paraíso.

Con mucha suerte lograron encontrar una mesa libre al fondo del establecimiento. Lucco pidió un par de cervezas mientras que Gabriel prefirió una botella de vino para compartir. Para compartir con él y sus penas.
Después un largo trago en el que Lucco miró incrédulo a su amigo, este le expuso el plan:
- Busca algún hombre que parezca de fiar y tenga un barco que pueda llevarnos.
- ¿Te refieres a que busque una aguja en un pajar, verdad?
- Me conformo con que no nos pida cortarle la mano a nadie.
- Seguro que si nos presentamos en Penumbria con una mano ensangrentada nos vitorearían y nos dejarían entrar sin mucha dificultad.
Los dos se rieron mientras brindaban sus copas.
- Siento deciros que habéis aterrizado en el lugar equivocado.
Había aparecido una joven muchacha que le sirvió otra cerveza a Lucco de una forma un tanto sensual. Cuando depositó la copa en la mesa había acercado su pecho a una distancia poco prudencial de su cara. Él no pudo evitar sonrojarse al instante.
- Mi familia lleva trabajando aquí desde hace décadas, y los únicos marineros que no están borrachos y parecen cuerdos son los que salen de la boca de los trovadores. Si buscáis a alguien en quien confiar igual deberíais probar con ellos. -les señaló un pequeño rincón donde se encontraban un puñado de hombres con sus instrumentos preparando su actuación.
- ¿Cuánto tiempo llevas espiándonos? - le preguntó Lucco mientras estuvo a punto de escupir su bebida.
- Lo suficiente como para saber que estáis aquí más de paso de lo que la gente suele estarlo. Además, sois los únicos que aparentáis mi edad.
Gabriel por fin dejó de beber y se la quedó mirando. Era cierto que deberían tener la misma edad. Seguramente fuese la hija del tabernero. Dejó caer su larga melena pelirroja mientras cogía una silla y se unía a su mesa. Su mirada parecía cansada, pero le transmitía inteligencia, cosa que superaba a la media de ese lugar.
- ¿Quién te ha invitado a la fiesta?
- Me llamo Leonilda, pero podéis llamarme Ilda.
Los dos chicos se miraron un momento, como si no estuviesen seguros de si habían bebido más de la cuenta o esa chica estaba siendo demasiado descarada.
- No os preocupéis, no os voy a robar. Esta es la hora en la que acabo mi turno y no parece haber nadie más interesante esta noche que vosotros.
- No somos ninguna compañía de teatro para alegrarte la noche - le interrumpió Gabriel, algo subido de tono.
- Yo no, pero ellos sí. - Volvió a señalar a aquel grupo de hombres. Habían dejado a un lado sus instrumentos y ahora estaban probándose distintos trajes llamativos.
- ¿Por qué tienes tanto interés en que hablemos con ellos?
- Son amigos de mi padre. Son buena gente y sé de buena mano que buscan gente que les acompañe.
- ¿Y tienen un barco?
- No, pero tienen varios carros con los que se mueven entre los pueblos más escandalosos como este hasta las ciudades más opulentas de todo el reino de Conquista. Seguramente lleguen hasta Penumbria tarde o temprano.
- ¿Quién te ha dicho que queremos llegar hasta allí?
Ilda le robó la cerveza que ella misma había traído a Lucco y se bebió la mitad.
- Vosotros mismos lo decíais antes. Tenéis que tener cuidado, aquí incluso las paredes escuchan.
- Las paredes y las taberneras entrometidas.
- Ya os he dicho que mi familia trabaja aquí desde hace tiempo. No soy una tabernera, solo una mesera aburrida. - Se dejó caer en la silla. Parecía no importarle mucho lo que pensaran de su imagen. - ¿Vais a ir a hablar con ellos o qué?
Gabriel miro a Lucco indeciso.
- Supongo que mejor un carro que ir andando.
- ¡Genial! Entonces os acompañaré.
- Podemos ir nosotros dos solos, pero gracias por el ofrecimiento.
- En realidad me necesitáis. Ya os he dicho que son amigos de mi padre. Si ven que sois amigos míos seguro que se fiarán más y os dejarán ir con ellos sin problemas.
Se escuchó a Gabriel resoplar.
- Además, a mí también me apetece una aventura. - Les guiñó un ojo mientras cogía la mano de Lucco para levantar lo poco que quedaba de él. Este se encogió de hombros mientras se veía arrastrado por una fuerza mayor.
- ¿Pero de dónde ha salido esta mujer? - Gabriel no tuvo más remedio que seguirlos.

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