Aullidos del fin del mundo

domingo, 21 de abril de 2019

El plan del dragón

Se había asegurado de traspasar las nubes. Allí arriba era imposible que nadie le detectase. En otros tiempos, eso era una carretera de dragones. Ahora solo observaba como el día iba oscureciendo. Llevaba más de doce horas luchando contra el viento, y lo que seguramente en su juventud no hubiese significado más que una inyección de adrenalina, ahora solo denotaba que necesitaba descansar.
Aún residía una minúscula esperanza en él. Creía que en cualquier momento uno de los suyos le vendría a buscar a decirle que iba rezagado, y que por eso mismo no veía a otros dragones; pero eso sencillamente no podía ocurrir. Kiro había sido testigo de como iban desapareciendo, de como se iba quedando solo y como toda esa magia y esa fuerza que caracterizaba a su especie se iba apagando. Idunn, la dragona que le había robado el corazón, fue la última de quien tuvo que despedirse. Vio como sus escamas se teñían por las sombras de la guerra. La vio caer protegiendo a los humanos, sirviendo como escudo a las flechas que le traspasaron hasta derrumbarla. Fue su último suspiro, y también el de Kiro. Eso le hizo abrir los ojos. Allí empezó a darse cuenta de que esos seres solo los utilizaban a su antojo. Él no volvería a dar la cara en una batalla que no era la suya. Ya le habían arrebatado suficiente. Había cosas más importantes por las que preocuparse. Cosas como reavivar la magia. Los humanos podían esperar.

Al descender pudo comprobar que aún tenía más de medio camino por recorrer. Se encontraba cerca de un risco que daba al mar. Encontró una pequeña cueva entre las rocas y decidió que ese era el lugar perfecto para reposar y a la vez esconderse de la vista de incautos. No quería que nadie le descubriese, pues se correría la voz e irían en su caza. Era mejor que siguiesen viviendo en la ignorancia. Que creyesen que criaturas tan fantásticas como la suya ya se habían extinguido. Quizás él era el ignorante. Quizás sí que era el último. Se hizo un ovillo y con un soplido encendió una pequeña hoguera. Le hacía gracia pensar que corría el mito de que los dragones no necesitaban calentarse, pues llevaban el fuego en la sangre. Sin embargo, para él no había mejor sensación que la de abrigarse junto a las brasas.

El ruido de las olas lo despertó. No supo cuanto había dormido, pero supo que era lo bastante como para reanudar su viaje. Con cautela de que no se encontrase nadie en los alrededores, se dirigió de nuevo al mundo que había encima de las nubes. Mientras se elevaba se cruzó con un grupo de aves que estaban migrando al interior de la península y no pudo evitar pensar que la vida seguía sin él. Sin los suyos. No podía pensar en otra cosa. El pensamiento de que no volvería a tener una manada, una familia a la que volver le martilleaba la cabeza constantemente. Era imposible que estuviese solo. Alguien debía de haberse salvado. En algún lugar, un dragón tuvo que rechazar el enfrentamiento, tuvo que anteponer sus necesidades a la de los humanos egoístas. En algún lugar tenía que haber alguien como él.

Cuando la tempestad le recibió sabía que estaba cerca de su destino. Tuvo que aminorar la marcha ya que la lluvia le añadía un peso al que no estaba acostumbrado hacía mucho tiempo. Por suerte ese clima nunca le había amedrentado. Le hacía sentir más vivo que nunca. Como si el cielo rugiese con él. Al divisar la copa de un árbol que sobresalía entre la niebla supo que había llegado al Bosque en Llamas. En realidad estaba cubierto de una cantidad ingente de vegetación y varios ríos bañaban su geografía, pero su nombre provenía de una antigua historia que muy pocos recordaban. Antes de que el mundo se dividiese en dos grandes reinos, había un tercero que se alejaba del resto. Allí se hallaba el bosque, junto a una pequeña población que vivía en armonía. Los grandes monarcas no tardaron demasiado en querer conquistarla. La mujer que allí regía odiaba la guerra. Había sentenciado que su reino era pacífico y que no pretendía escoger un bando. Así, una aciaga noche, un centenar de antorchas iluminaron su castillo. Hombres y caballos la esperaron ansiosos hasta que amaneció. No hizo acto de presencia, así que decidieron apoderarse de su fortín por la fuerza. La encontraron leyendo en su alcoba, sin inmutarse. Había decidido no ser como ellos, y no lo sería hasta el final. Se inmoló por los suyos. Al día siguiente convocaron una gran hoguera. Querían que todo el mundo la viese, que fuesen testigos de la aberración que estaban a punto de cometer. Una pequeña llama bastó para que el heno que estaba a sus pies empezase a arder hasta que consumió todo rastro de la mujer que consideraban una bruja. Decían que esa mujer tenía poderes sobrenaturales, que podía hacer crecer semillas allí donde solo había cenizas. Un poder que no estaba al alcance de los humanos, aunque fuese uno positivo, alimentaba el miedo, y por eso prefirieron enterrarlo. Aún hay gente que comenta que desde ese nefasto momento una maldición cayó en ese bosque. Las llamas lo consumieron todo, pero de la noche a la mañana volvió a crecer hasta crear un muro de vegetación que impedía el paso a quien osase adentrarse más allá de lo permitido. Con el muro, pareció levantarse una gran tormenta que asolaba a todas horas el cielo. Los truenos eran constantes. Parecía como si aquel lugar todavía llorase la pérdida de su querida reina. Por eso, Kiro sabía que si en algún lugar podía pasar inadvertido y a la vez encontrar algún atisbo de magia, no podía haber lugar mejor en el mundo que no fuera aquel. Y si sus sospechas eran ciertas, los rugidos que empezó a emitir deberían atraer pronto a otros con sangre como la suya, con sangre caliente y con cierta aptitud para la magia. El bosque parecía sepultado por la lluvia. La imagen de un dragón bramando mientras los relámpagos iluminaban su color sanguinolento creaba un espectáculo digno de presenciar.

Unas alas bastante más pequeñas que las de Kiro se movieron fugazmente entre unos arbustos, espiando desde su escondite aquello que estaba sucediendo en el cielo. No podía creer lo que estaba admirando. Había un mastodóntico lagarto gritando mientras la tromba de agua se desmoronaba en su férreo cuerpo. Las hadas como ella a penas podían salir de sus guaridas y levantarse un par de palmos en el aire. Debía de estar costándole mucho esfuerzo.
Se apresuró a avisar a los demás, pero nada más girarse comprobó que muchos otros de los suyos miraban hacia arriba con la misma impresión que lo había hecho ella hacía unos instantes. Un hada con un collar de gardenias salió a su paso. Esos collares significaban el rango de sus portadores, y la gardenia era un rango alto.
- Avisad a Diago, ¡ya!

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