Aullidos del fin del mundo

martes, 28 de mayo de 2019

La diferencia entre volar y no hacerlo

- Todo tiene un principio y un final; la magia no es ninguna excepción -la voz de Diago denotaba cansancio-. Lo único que queda de ella está en nosotros, en estos parajes, en nuestras tierras. Debemos protegerla a toda costa. No quiero tener nada que ver con esos humanos y sus guerras. Nosotros ya tenemos la nuestra propia que librar. 

Había empezado a nevar. Los copos cubrían todo aquello que tocaban, incluso las grandes alas del dragón. Kiro se había arropado entre ellas mientras intentaba encontrar una buena posición en la que colocarse. Se habían visto obligados a hablar en un claro alejado del castillo donde vivían los silfos, pues el tamaño que ocupaba el dragón no era un problema fácil de solucionar sin romper algo de por medio. 

- Vuestra guerra es la misma que la mía, pero a diferencia de vosotros yo ya no tengo a nadie a quien defender. Todos a los que quería han caído o han volado tan lejos que ni siquiera yo soy capaz de llegar hasta ahí. 

Uno de los copos de nieve cayó encima de su nariz, lo cual le hizo estornudar. Diago pensó que había creado un vendaval mientras se cubría la cabeza con sus finos brazos. La diferencia de tamaño entre los dos era bastante peculiar. Kiro le sonrió mientras le instaba a seguir la conversación. 

- ¿Qué te impide volar hasta tan lejos?
- La Tundra. El continente abandonado no es un lugar turístico para alguien como yo. 
- Aunque no sea el lugar idóneo, el continente norteño puede ser un buen lugar por donde empezar a buscar. Si lo que quieres es magia, ese lugar es el nacimiento de ella.
- No es solo su clima el que me inquieta. Aunque las fuertes ventiscas me frenen, con un poco de suerte podría llegar, aunque mi edad no me acompañe. Pero hay algo más que me impide volar, algo mucho más imposible de atravesar.
- ¿A qué te refieres, hay algo peor que un fuerte viento en contra para tal bestia alada como tú?
- Me refiero al tiempo. Hace muchos años de los últimos dragones que me hablaron sobre ese lugar. Yo aún estaba aprendiendo a volar. Uno de los líderes de mi grupo, Lagrok el indómito, había puesto su ojo en el norte. Siempre nos habían contado leyendas sobre que había sido la primera tierra habitada por seres mágicos. Que nuestra sangre provenía de allí. Lagrok estaba decidido en volver a sus raíces y conquistar lo que nos pertenecía, pero nunca volvió. Ni con él lo hicieron la mitad de los nuestros. Mi padre fue el único que regresó, malherido y agotado. Antes de que su llama se apagase nos contó que esa tierra la habían tomado los hombres libres, unos seres aún más salvajes que nosotros. La prueba estaba en su lomo. Habían logrado quemar su estómago. Y ningún fuego puede llegar a hacernos daño, pero algo había atacado y aterrorizado a mi padre allí. Nos hizo prometer que jamás intentaríamos ir hacia ese lugar, que aquí estábamos más seguros, que nuestra magia nos protegería. 
Hace mucho tiempo de eso. Nadie que yo conozca volvió a intentarlo. Nuestras vidas son longevas, así que cuando me refiero a que nadie volvió a intentarlo puedes deducir que por lo menos no en quinientos años. No pienso arriesgarme en una misión sin sentido para ver los restos de los que un día fueron mis amigos. Nuestra especie aprende de los errores. Siempre hemos sido pocos, así que nunca nos apeteció volver a probar suerte en un lugar tan desconocido.
- Por más que la Tundra sea el hogar de unos humanos sin leyes, no quiere decir que no puedas hacerles entrar en razón con algo de fuego. Hay algunos de esos hombres en estas tierras, y aunque no los he visto presencialmente, puedo asegurarte que si fuesen tan fuertes y peligrosos como los describes, no habría más reyes que ellos. Lo único que los separa de los otros son su extraña lengua y sus firmes convicciones sobre elegir por ellos mismos, como lo hacemos nosotros.
- No son los mismos hombres libres. Sobre los que tú has oído hablar no son más que la sombra de sus antepasados. Los que le hicieron eso a mi padre estaban más relacionados con nosotros, los dragones, que con simples humanos. 
- Quizás deberías presentarte ante ellos y hacer que se arrodillen ante ti. 
- No necesito que se arrodillen ante mí. ¿No ves por qué estoy aquí? Porque mi deber es proteger a mi familia, y vosotros sois la más cercana que tengo. No quiero morirme solo en lo alto de una torre y perder todo el conocimiento que hemos conseguido de generación en generación. No quiero ser el último de los míos. No quiero desperdiciar lo poco que me queda pensando en que no hay solución. No quiero rendirme todavía. 
- Los humanos que conocemos, los que habitan Conquista, solo saben atravesar espadas y enjaular aquello que es diferente a ellos. Siempre nos han temido, y es por eso que han preferido darnos caza antes que estrecharnos la mano. 
-Yo también los odio, Diago. Ellos han destrozado mi vida. Nos ven como las armas que supondrán la victoria de sus enemigos. Hubo en tiempo en que nos adoraban, donde nos dejaban a la altura de sus dioses, pero terminamos cayendo de sus leyendas cuando vieron que nuestra sangre brotaba igual que la suya. No nos podrían quemar, pero podían atarnos y obligarnos a hacer lo que quisieran si no queríamos obedecer. Así se hicieron con Idunn. Así me la arrebataron.
- No entiendo el motivo entonces por el cual quieres ayudarles. 
- De alguna forma, Idunn murió protegiéndolos, incluso después de todo el daño que le habían causado. Yo no quiero ayudarles a ellos. Ellos pueden esperar, pero no podemos hacerlo nosotros. Sus guerras nos afectan. La magia se está muriendo. Los grifos fueron los primeros en desaparecer, luego vi como los fénix nunca volvían de entre sus cenizas. No sé si bajo el mar queda algún rastro de los algaleros,  pero hace una década que no veo a ninguno surcar la superficie, y ellos necesitan salir al menos una vez al año para extender sus alas. Los humanos no pueden ser todos iguales, Diago. Ellos no pueden volar, no pueden ver el mundo desde nuestra perspectiva.
- ¿Entonces crees que nuestras diferencias solo residen en que nosotros podemos volar y ellos no? -se quedó observando en el gran muñeco de nieve en el que se estaba convirtiendo su amigo. Comparó sus pequeñas alas con aquellas que parecían tan altas como los troncos más ancianos que conocía.
- En parte -sacudió sus alas mientras toda la nieve que se había amontonado en su cuerpo caía de él y formaba un pequeño montículo-. Si pudieran volar, podrían llegar hasta aquí como lo he hecho yo. Eso ya es mágico para ellos. La propia magia se está extinguiendo, y que vosotros os ocultéis aquí no ayuda a nadie.
- Dime qué cambiaría si les abriésemos nuestras puertas, si nos mostrásemos a ellos. 
- Podríamos intentar negociar, buscar una alianza, dejar de ocultarnos por miedo y hacerles entender que nosotros no somos tan diferentes. Podríamos enseñarles muchas cosas, y estoy convencido de que ellos también a nosotros.
- Nosotros preferimos que nos teman, que solo nos recuerden en burdas historietas y que nos dejen en paz. No voy a dejar que los míos caigan como lo hicieron los tuyos. También podríamos enseñarles algunos trucos y pelear. 
Kiro no se enfadó al escuchar esas palabras, fue la tristeza el primer sentimiento que afloró. 
- ¿Eso es algo que preferís vosotros o prefieres tú?
- No creo que ninguno de los míos quiera conocer un mundo al cual no pertenece. Si compartimos lo único que nos corresponde, ¿qué nos quedará después, la esclavitud?
- No todos son iguales. Sé que lo sabes. Yo también conocí a Iliana. Ella era humana, una de las buenas.
- Una de las buenas hasta que decidió traicionarnos y huir con los que realmente se sentía identificada. 
- Ella os abrió el corazón y os dio un hogar.
- Un hogar que ahora es nuestro y nos pertenece.
- ¿Y qué hay sobre el corazón?
- Ese es otro hogar del cual decidió marcharse. 
El silfo no pudo evitar cerrar los puños.
- Diago, por favor, necesito que entres en razón.
- ¿Qué esperabas encontrar aquí? Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. A nosotros nos une la magia, nos unen las diferencias que otros ven en nuestros ojos. Nos une el odio que profesamos en los humanos. Yo te abriré las puertas si así lo deseas, pero jamás a ellos. A ellos no me une nada. 
- Un día de estos se van a matar. Van a reducir los bosques que conoces a ceniza. Lo harán mientras nosotros miramos. Se van a masacrar y terminaran desapareciendo, como lo voy a hacer yo dentro de poco. No quiero ese futuro para ninguna otra especie. No si puedo impedirlo. 
- Deja de vendarte los ojos con esas sandeces que te dices. Ellos fueron quien acabaron con tu especie, déjalos que ellos acaben con la suya, se lo tienen merecido. 
- No voy a dejar que eso pase.
- Puedes hacer lo que te venga en gana, pero yo no voy a apoyarte en esto. Nuestro reino no va a caer otra vez. 
- Ayúdame, viejo amigo. Sé que aún queda un rastro de quien eras escondido en alguna parte. 
- Iliana acabó con esa parte. Ya no puedes resucitar aquello que está muerto. 

Diago dio un paso hacia atrás, comunicándole con su cuerpo que ya no tenía mucho más que decirle. 
- Quizás tu viaje aquí no haya sido en vano después de todo. Creo que hay algo que puede interesarte. 
- ¿Vas a cambiar de opinión?
- Me temo que no, pero quiero enseñarte algo. Para eso deberás acompañarme hasta el lago de Jade si quieres verlos con tus propios ojos.
- ¿Ver, a quiénes?
- A los huevos de dragón.
Fue la primera vez en toda la conversación que Kiro notó un abismo de esperanza.
- ¿Huevos de verdad?
- Tampoco quiero que te emociones. Son más bien fósiles. Llegaron poco después de que te marcharas la última vez que estuviste aquí.
- De eso hace por lo menos treinta años. 
- Y aquí siguen. Por eso te decía que debes bajar tus expectativas. No creo vayan a eclosionar nunca, pero por lo menos podrás sentirte más cerca de tu familia.
- ¿Pero de dónde han salido?
- Los trajo Iliana. Me dijo que era un símbolo de la paz que se avecinaba. Un símbolo que quizás ahora tenga más significado para ti que para mí.
- ¿No lo ves? Ella intentaba hacer lo mismo que estoy intentando hacer yo ahora.
- Y como puedes comprobar, fracasó estrepitosamente.
- No lo sabes. Quizás aún lo está intentando.
- Si lo sé -sentenció Diago segregando odio en cada palabra.
Kiro suspiró. No había nada que hacer.
- Te acompañaré entonces.

Diago asintió, echándose las manos a la espalda y sacudiendo sus alas, a punto de volar. Kiro lo siguió. La gran sombra que proyectaba el dragón hacía parecer al silfo una pequeña mota en un mar de nubes. 

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