Aullidos del fin del mundo

martes, 31 de julio de 2018

Regla número 5: No se merece morir

Cogí con ganas los primeros rayos de julio. Me merecía un descanso. Me había desgastado tanto que necesitaba conectarme con la desconexión que te ofrecen las horas de calor refugiado en el aire acondicionado. 

Me sentí joven por unos días. Entusiasmado con la idea de que mi mente no necesitaría trabajar al menos durante un largo período. Intenté transmitir esa sensación de frescura al mundo, pero cuando quise darme cuenta todo lo que intentaba regalar se me devolvía con un rechazo tras otro. Me fui enterrando en el sótano al que llevaba tiempo sin volver. También devolví su camisa a la basura. Una camisa que llevaba cinco años en el armario equivocado. La olí como una especie de enfermo mental y me deshice de ella, pero no de sus recuerdos. 

Una vez más, me sentí acogido por unas paredes a las que muy pocas veces les he dado importancia. No fue hasta mediados de mes que noté un pinchazo en mi estómago. Algo así como una herida enorme que te abren en canal, pero en vez de ir al médico a pedir una solución me encontré que el tiempo era el único que podía darme algo de paz.

Sin embargo, me traicionó. Rehén de mi propia melancolía me instalé junto la oscuridad. Seguí adelante malgastando los días pensando y pensando mientras los demás seguían de pie y yo seguía cayendo. Entonces llegó la noticia y me derrumbé. Perdí cualquier noción que me quedase y maldije al tiempo y su estúpido juego donde cuando necesitaba que el tiempo se esfumase, los minutos parecían horas y cuando ahora, que necesito que se detenga, que me de aire, que le de aire, algo más del poco que le queda, simplemente se planta delante de mí y se ríe a carcajada limpia. 

¿Por qué tiene que morir todo?


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