Aullidos del fin del mundo

viernes, 2 de marzo de 2018

El despertar en el otro cuarto

No recordaba que la ventana diese a la montaña. Aún quedan rastros de nieve y desde la habitación parecía un pequeño montículo al que habían regado con azúcar. 
Me senté junto a mi guitarra. Aún olía a cerrado, pues llevaba sin visitarla muchísimo tiempo. Me recordó a que yo amaba la música, a que un día deposité mi confianza en que podría mejorar, en que ese arma de seis cuerdas me ayudaría a vomitar toda la rabia que no podía deshacer cuando empezaba a asomar en lo más hondo de mi consciencia. 

La habitación se veía de un color gris oscuro. No de era de extrañar, pues casi siempre permanecía en las sombras. Era un hábito ya el no levantar la persiana. Me gustaba encontrar las cosas con tan solo saber donde estaban. No necesitaba más que unas rayas de sol para no perderme. 

Habían aparecido algunas fotografías. Había personas que conocía, pero que no recordaba. Algunas intentaban decirme algo con sus ojos pero me era imposible adivinarlo. Esos rostros escondían algún secreto. Algo siniestro. Mi conexión estaba tan apagada que aunque hubiesen significado algo para mí yo ya no sentía nada. 

Fui a girar el pomo, quería salir de ahí. No me encontré nada. Literalmente, volvía a estar ahí, en el mismo cuarto, sin salida. Volví a probarlo y volvió a ocurrir lo mismo. Estaba atrapado en una imagen, en un cuadro viviente. 
Golpeé las paredes, pero no sucedió nada, no se escuchaba nada, todo se encontraba muerto. Intenté hablar, pero lo único que salió de mi garganta fue el silencio más tenebroso que había escuchado en mi vida. 
Volví a la guitarra, intenté colocar los dedos para tocar alguna de las pocas canciones que todavía podía recordar y algo mágico sucedió, un pequeño arpeo salió de esa caja de madera y empezó a nadar en mi interior.

Mi cuerpo me hablaba. No es algo que pueda describir, estaba delante de otra persona, que sabía que era yo mismo, pero que no tenía apariencia, ni físico. Estaba ahí, conmigo, siempre lo había estado, pero nunca le había escuchado. 
Antes de hablarme me abrazó, lo más fuerte que pudo, como si tan solo tuviésemos unos minutos.
Me dio la mano y me sumergió en mis profundidades. Empezó a tirarme palabras, como si estuviese buscando en un baúl antiguo. Valor, esperanza y autoestima. Intentó colgármelas como si se tratase de un collar de macarrones. Me devolvió pequeños destellos de cuando yo medía dos palmos. De cuando no me preocupaba nada, de cuando parecía estar despierto de verdad.
Me transmitió energía, me entregó un mensaje. Me suplicó que saliese de ahí. Él tampoco recordaba como habíamos llegado, pero sí se acordaba de que ese no era nuestro lugar. Que aunque el gris fuese nuestro color favorito, no era el color con el que pintar la vida. 

Ahora tenía que luchar por mí.  Debía salir de ahí. 

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