Aullidos del fin del mundo

sábado, 23 de febrero de 2019

Oscura certeza

La luz es tan brillante que les ciega.

Soy una persona rota con la cabeza rota. Soy la esencia del hueco que quedó después de la guerra más cruenta. Soy el almacén de fragmentos quebrados que vienen en busca de un futuro menos aciago. 

Es desolador comprobar como puedes construir una torre tan alta y que en cuestión de segundos alguien pueda volarla en mil pedazos. 
Duele el solo hecho de pensar que podemos entrar y salir de la vida de la gente como meros transeúntes. Somos equipaje viejo que debe quedarse en el armario guardando polvo. Somos de usar y tirar. Es evidente que las olas vienen y van. Las personas entran y salen. Podemos ser ese soplo de aire fresco o convertirnos en una pequeña maraña de recuerdos olvidadizos que se desprenden de la memoria hasta que tocan la oscuridad más profunda. Ni el eco nos salva de la esclavitud de las sombras que nos han teñido para que nadie pueda diferenciarnos de aquellas veces en los que fuimos pequeñas luciérnagas en la vida de otros. Somos el intento fallido. Desvanecidos, nuestro peor castigo es reinar hasta el final en este lugar donde todavía se guarda la impronta de aquel a quien quisimos ayudar una vez. De aquel que una vez nos importó y creímos alargar un puente que uniría algo tan simple y bonito como una amistad. 

Pero hay dagas y trampas por todas lados. Hay sangre en las paredes y todas las monedas tienen dos caras. Hay reglas no escritas que dictan que aunque no pierda la esperanza siempre vuelvo a encontrarme con este charco ponzoñoso. Siempre me despierto cayendo de lo más alto de la torre. Siempre me encuentro empapado por la lluvia. Siempre espero... aunque no haya nada que esperar. 

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