Aullidos del fin del mundo

viernes, 27 de mayo de 2016

Les damos alas a los dragones sin fuego

Veo la revolución pendiendo de esa ventana. Es asomar la cabeza y escuchar al gentío pedir la cabeza de las brujas. Están todos en su contra, con las antorchas en la mano y el fuego crepitando en su ceguera. Están condenadas, todas ellas.

Alguien se levanta entre la multitud intentando hacerse oír. Es un niño que se ha subido a los hombros de otro más grande. Él no quiere sacrificar a las brujas, él quiere al dragón, acabar con la maldición desde la raíz. Quiere dormir y no ver el humo reptando por su habitación. El niño grita, enloquecido, con la antorcha más vívida de toda la plaza, se somete al rugido coral y pide sangre. Sangre que no conoce, sangre de palabra, la sangre que le han hecho temer, la desconocida.

La marcha empieza y todas las piras ennegrecen con aullidos fantasmales, con el dolor de perder el color en sus ojos, con lágrimas que se tornarán tierra. Allí ya no quedan nada más que restos. 

A la mañana siguiente una joven dama se acerca a llorar a sus hermanas, a todas ellas. Aunque su sangre era distinta, las sentía más cerca que su propia familia. No permite que nadie la vea más de un minuto. El sufrimiento es debilidad y la debilidad conduce al fuego. Al de la hoguera o al del dragón.

Se echa la capa y empieza a caminar, alejándose entre las grandes volutas de humo que saludan a su espalda, despidiéndose de una realidad que pudo ser, pero no fue. Despidiendo a su hermana, que es la única que sigue creyendo, la que todavía quema, aun habiendo quedado todo reducido al gris.

El dragón se ampara. El dragón recuerda. El dragón no rechazará a su estirpe, aunque sea el último de ella. El fuego les alcanzará a todos y cuando eso suceda, las brujas volverán a volar. Al mundo no le quedará otra que volver a creer.



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