Aullidos del fin del mundo

viernes, 4 de marzo de 2016

El valor de la intuición

Las cámaras de gas se adueñaron de todo. No dejaban respirar, era casi como si se riesen de nosotros. Se inundaban los pulmones y el veneno restaba toda vida que pudiese brotar de aquel lugar. No había nada que hacer. Nadie apostaba por ellos. La esperanza no era una moneda con la que jugar. 

Y allí nació. De la sinrazón, del miedo, del temor más intrínseco de los humanos. No era tangible, no podías verlo u olerlo, pero sí podías saborearlo. Tenía un sabor amargo al principio, pero si resistías ese impacto inicial podías lograr encontrar la mezcla entre lo salado y lo dulce. Un sabor inigualable para el paladar, él mismo te podía indicar cuales eran sus matices, sus grises, sus variantes. Se tornaba picante cuando la toxicidad emanaba de las paredes y se volvía más suave cuando se rendía a la muerte y la sobrepasaba. 

Era una marca en el tiempo. Era la única testigo que sobrevivió allí, entre las duchas de ácido y las agónicas súplicas.

Ella creó un nuevo lenguaje. Ella creó al nuevo cobarde, aquel que cuando le asaltaba la duda, cuando se veía en un aprieto, cuando la espada estaba a punto de atravesar la pared miraba hacia la punta, tan afilada, tan fatídica. Él sólo necesitaba creer en eso que llamaba intuición. Si su corazón le hablaba y creía que esa espada no le atravesaría, que demonios, se lanzaría corriendo hacia ella sin dudarlo.

El nuevo cobarde. El superviviente. El que no se rindió en su búsqueda de la felicidad. El pionero de la auténtica identidad. 

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