Aullidos del fin del mundo

viernes, 31 de agosto de 2018

Quizás lo más sensato sea seguir avanzando.

Antes de despedirme y reconocer que nunca llevo bien los finales ni los principios, tendré que arrepentirme y convertirme en la conclusión de lo que vendrá.

Hay que asumir que nuestro lugar a veces parece impenetrable y cien por cien nada maleable. La vida real se atraganta como una bola de pelo en un gato. No hay una manera eficaz y tajante que solucione de un plumazo todos los problemas. 

Como granos de arena nos removemos en la tierra esperando a que pase la tormenta. A todo le ponemos dos ojos y una boca monstruosa para que la culpa tome consciencia y para poder apuntar con el dedo a alguien mucho antes que a nosotros mismos. 

Hay cúspides a las que no podemos coronar y hay montañas de basura sentimental que nos corrompen hasta decir basta. No hay ducha que pueda limpiar toda esa suciedad acumulada por los años. No hay estropajo que sacuda toda la mierda que se ha quedado impregnada como un tatuaje negro en nuestro pecho. No hay voz que pueda alzarse entre los millones de gritos que intentan articular una frase con sentido. Todo cae en el sinsentido acústico que formamos para chillar con el simple propósito de ser escuchados. 

El verano siempre me resulta un enemigo peculiar. Te absorbe el espíritu mientras te da cuerda como uno de esos monos autómatas que siempre aplauden dos platillos dorados sin razón de ser. Te indica el camino y te presenta un paisaje tan fascinante que cuando se acerca su desenlace te preguntas por qué demonios las cosas más bellas son las que hacen más daño. 

El miedo me alumbra el camino. Septiembre siempre me viene a recibir como el niño asustadizo que se despide de sus padres a las puertas del colegio por primera vez. Y como aquel niño, no me queda nada más que hacer que seguir avanzando. 

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