Aullidos del fin del mundo

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Espinas

El jardín parecía invitar a que cualquiera pasease entre sus floridos corredores. El agua que caía de una pequeña fuente justo en el centro del vergel convocaba aquel ambiente de paz que se manifestaba inquebrantable. 
El idilio se colocaba la guinda del pastel en el verde verano que se reflejaba en cada arbusto de aquella pequeña selva. Era un lugar donde podías pasarte horas y nunca notarías el paso del tiempo. 
Un banco decorado con motivos florales daba la bienvenida a una mañana próspera y caliente.
Los insectos madrugaban para ser los primeros en disfrutar de todo el espectáculo que cobraba vida allí. No había un lugar mejor para descansar. 
Al seguir las enredaderas te dabas cuenta de que eran imparables y que sus ganas de crecer conseguían superar fronteras. En cada rincón había colores distintos, flores exóticas y frutos que con tan solo verlos deseabas poder darles el primer bocado. Para completar, de fondo se escuchaba una melodía que te hipnotizaba. No se trataba de ningún instrumento musical; todas las notas provenían de la naturaleza. 


Fue una niña, que en su más pura inocencia se tropezó y rompió la atmósfera. Cuando se dio cuenta de que la culpable había sido una rosa fue a darle una patada para que aprendiese la lección, pero al acercarse con su breve enfado no pudo evitar fascinarse por su belleza. Se sentó junto a ella y la acarició. Era de un rojo escarlata que destacaba por encima de las demás. A la niña le gustó tanto que decidió llevársela consigo, pero al intentar arrancarla se pinchó. Rompió a llorar de nuevo, y esta vez se escondió la mano debajo de la camiseta para que al tocar el tallo no volviese a ocurrir una catástrofe. Cuando por fin lo logró reparó en que no sabía distinguir si el rojo de la rosa brillaba más que el de su propia sangre. 

Al llegar a casa la dejó olvidada en mitad de las páginas de algún libro de su madre. 



Pasaron veinte años y aquella niña se había convertido ya en toda una mujer. Llegó tarde de trabajar y no había sido un buen día para ella. Estaba exhausta y tan solo le apetecía leer algo antes de dormir y olvidarse de todos los problemas. Como ya no le quedaba ninguna lectura pendiente se atrevió a ir a la vieja estantería de la familia donde siempre encontraba algún viejo tomo que releer.
De entre todos escogió un libro de cuentos que solía relatarle su madre cuando a penas medía medio metro. Al abrirlo se cayó un pétalo de un color oscurecido. Se acordó entonces de aquella mañana de hacía tantos años donde lo que más le preocupaba en la vida era clavarse una espina. 
Sonrió y pensó que quizás todo aquel día horrible que había tenido no era más que algo pasajero y sin importancia.
Entonces descubrió el tallo aún entre las primeras páginas. Toda la belleza de la flor se había esfumado, pero todavía perduraban las defensas que luchó. 

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